Columna

Espejito

Hoy culminamos esta apoteosis del consumo que son las Navidades; si ponen atención, quizá logren oír cómo cruje la marea de papeles de regalo que hoy cubre toda España. Entiéndanme: yo soy consumista como el que más, y no sólo compro como loca en estas fechas, sino que, y esto es lo peor, también adquiero durante el resto del año una enormidad de cosas innecesarias. O sea: esta reflexión no la hago desde la pureza del austero, sino desde la desesperación del adicto. Porque de cuando en cuando me asfixia la obviedad del disparate que vivimos, este maremágnum de objetos sin sentido que nos rodea...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hoy culminamos esta apoteosis del consumo que son las Navidades; si ponen atención, quizá logren oír cómo cruje la marea de papeles de regalo que hoy cubre toda España. Entiéndanme: yo soy consumista como el que más, y no sólo compro como loca en estas fechas, sino que, y esto es lo peor, también adquiero durante el resto del año una enormidad de cosas innecesarias. O sea: esta reflexión no la hago desde la pureza del austero, sino desde la desesperación del adicto. Porque de cuando en cuando me asfixia la obviedad del disparate que vivimos, este maremágnum de objetos sin sentido que nos rodea, todos esos trastos de usar y tirar que nacieron muertos, porque carecen de alma. La civilización del plástico y de la abundancia aturdidora ha matado las cosas.

Antes, hasta hace muy poco, no era así; y en otros lugares del mundo las cosas siguen teniendo su valor, por la simple y escalofriante razón de que no hay nada. "Aquí todo tiene más significado porque hay menos de todo. Cada huevo rubio es precioso. Hago yogur con la leche agria y con la fruta demasiado madura preparo mermelada". Lo cuenta la canadiense Jamie Zeppa en su bello libro En el país del Dragón (Ediciones B), que refleja su vida en Bután. En otra obra también interesante pese a su horrible título (Tibet, mon amour, de Kate Karko, en Mondadori), la autora relata cómo los nómadas con los que convivió se reían de que se hubiera llevado seis bragas para una estancia de seis meses: les parecía una exageración, un despilfarro. Detesto el primitivismo, no creo en el buen salvaje y estoy convencida de que la pobreza extrema empobrece la vida en muchos sentidos, y no sólo económicos. De manera que no mitifico ni añoro las sociedades paupérrimas o el espesor higiénico de los nómadas tibetanos, pero sí añoro que las cosas vuelvan a tener significado. Y para eso hay que reducir la compulsión adquisitiva. Los niños de los países ricos, que obtienen todo lo que quieren antes incluso de saber que lo quieren, ¿cómo van a poder aprender a apreciar el mundo y a sí mismos si no conocen ni siquiera cuál es su deseo? Nuestros objetos son como el espejo de la madrastra de Blancanieves: el sentido que les otorgamos son un reflejo de nuestra valía.

Archivado En