Columna

Viajeros

Yo estaba en El Cairo en febrero de 1991, cuando la primera guerra de Irak. Vivíamos en un hotel principesco, americano o inglés, en el que se hablaba inglés, palacio protegido por patrullas y tanquetas con ametralladoras. Un amigo, participante como yo en un inverosímil congreso de poesía turístico-egipcio-internacional, viajaba con un miedo poco lógico: preveía alguna venganza contra el artículo proguerra que acababa de publicar en apoyo del Gobierno español, entonces socialista. Una mañana, mi amigo poeta encontró abierto sobre su cama un Corán, lo que le pareció un aviso misterioso, silenc...

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Yo estaba en El Cairo en febrero de 1991, cuando la primera guerra de Irak. Vivíamos en un hotel principesco, americano o inglés, en el que se hablaba inglés, palacio protegido por patrullas y tanquetas con ametralladoras. Un amigo, participante como yo en un inverosímil congreso de poesía turístico-egipcio-internacional, viajaba con un miedo poco lógico: preveía alguna venganza contra el artículo proguerra que acababa de publicar en apoyo del Gobierno español, entonces socialista. Una mañana, mi amigo poeta encontró abierto sobre su cama un Corán, lo que le pareció un aviso misterioso, silencioso y terrible. ¿Iban a matarlo? El signo definitivo y funesto de la amenaza fundamentalista eran unos zapatos vacíos, muy viejos, sobre la alfombra, en la habitación del tamaño de una piscina olímpica.

No me creyó cuando le dije que probablemente nadie habría leído en El Cairo su artículo madrileño, y que el Corán encima de la cama (amplia como un ring de boxeo, y por duplicado: dos camas en la habitación) pertenecería al señor de la limpieza, que habría parado un momento a rezar. No, dijo mi amigo: los Servicios Secretos seguramente habían detectado su artículo, y aquello del Corán y los zapatos viejos le parecía un siniestro mensaje. Hablábamos a la puerta de un cementerio copto, y entonces se produjo una resurrección triple, y casi una defunción: salieron de los nichos tres hombres, mi amigo estuvo a punto de morirse. Otros sepultados asomaban la cabeza, comían y charlaban, nos miraban desde sus tumbas.

Ahora leo en el periódico que algunos africanos han dormido en nichos del cementerio de Villacarrillo, al noreste de Jaén. Huyeron al ver al enterrador, pero se dejaron las almohadas. ¿Viajaban con sus almohadas? Un hotel en Sevilla me ofrece, si no traigo mi almohada, un selecto Equipo de Descanso (jamás había oído llamarle así a la ropa de cama), que incluye cuatro tipos de almohada para elegir, de distinto tamaño y consistencia. A las afueras de la espléndida Sevilla, desde el tren regional Sevilla-Málaga, vi una serie de bloques de pisos que me recordó mucho a los bloques de nichos del cementerio de Málaga. El uso de nichos como dormitorio ya lo conocí en El Cairo, hace más de diez años, en el cementerio cristiano, copto, es decir, egipcio, que es la misma palabra que copto, pero en distinto estado de evolución. A ojos de un musulmán, los nichos y los bloques de nichos tienen poco de tumba, que, para un sunnita o un chiíta, ha de ser excavada en la tierra, a un mínimo de metro y medio de profundidad.

Estas cosas nos resultan raras. Parece más de nuestro mundo la reacción de la concejal de Asuntos Sociales de Villacarrillo, Rosario Peralta: puesto que la concejal piensa que en Villacarrillo jamás dormirá un inmigrante en un cementerio, ha decidido que el enterrador vio visiones o es un mentiroso. Quizá le abra un expediente. (Una pregunta: llegan extranjeros para la recolección de aceitunas, exigimos albergues dignos a la Junta, a los ayuntamientos. ¿Por qué nunca se dirige nadie a los empresarios, especie protegida, a los agricultores que contratan mano de obra para sus olivos? ¿No son ellos los que tienen el deber de atender a sus trabajadores?)

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