Crónica:LA CRÓNICA

El sótano y el escenario

El sótano de L'Aram entre dos décadas. Allí estuvo Sergi Arola en 1987 y allí empezó todo. Al sótano se accedía por unas escaleras que partían del pie inhóspito de la calle de Aragó. El restaurante era largo y estrecho, como los menús que empezaban a imponerse. En la cocina oficiaba un genio que no había cumplido los 20 años y que se llamaba Àlex Montiel. El encuentro con Arola fue tremendo. Los explosivos encuentros que se producen a veces entre dos hombres. Amor entre depredadores. Iban a prender fuego al mundo empezando por las cocinas.

Montiel había estudiado en la escuela de Sant P...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El sótano de L'Aram entre dos décadas. Allí estuvo Sergi Arola en 1987 y allí empezó todo. Al sótano se accedía por unas escaleras que partían del pie inhóspito de la calle de Aragó. El restaurante era largo y estrecho, como los menús que empezaban a imponerse. En la cocina oficiaba un genio que no había cumplido los 20 años y que se llamaba Àlex Montiel. El encuentro con Arola fue tremendo. Los explosivos encuentros que se producen a veces entre dos hombres. Amor entre depredadores. Iban a prender fuego al mundo empezando por las cocinas.

Montiel había estudiado en la escuela de Sant Pol y Arola en la de la calle de Muntaner. Empezaron. Copiando a Jacques Maximin, a Joël Robuchon y, sobre todo, a Pierre Gagnaire. Copiar no es exacto. Transcribían.Libros que se procuraban en la Francesa, en el paseo de Gràcia, la única librería de la ciudad que podía tenerlos. Jamás habían ido a comer a los restaurantes de los grandes. Estaban muy lejos de tener el dinero necesario. Así que leían sus recetas y empezaban a trabajar con ellas. El proceso era, necesariamente, una reinvención. A veces, los platos de los maestros segregaban asteroides. Así hicieron la tatin de alcachofas y el milhojas de anguila, foie y manzana verde. El asteroide presentaba con frecuencia una belleza que rayaba en el delirio. Como cuando dejaron sobre una mesa un plato de trompetas de la muerte salteadas con violetas. Del sótano de Aragó, algunas noches, se escapaba un vapor tan denso como el de los respiraderos de Nueva York. Una similar diferencia de temperatura separaba aquel sótano ("là, où le talent tourbillone") del resto de la ciudad. Hay algo aún más desmoralizador que llegar tarde.

Montiel y Arola oficiaron en el restaurante L'Aram hasta 1992. Arola lleva ahora el mejor restaurante de Madrid. No se ve a Montiel

Se especializaron en menudos: crestas, hígados, tripas. Como discutían un plato hasta que lo reventaban, es normal que investigaran con despojos. En fin: iban mal de dinero y tenían que trabajar con esos márgenes. Tendían al minimalismo, pero más bien desde el punto de vista de la técnica. Porque a veces se encaraban con lotes muy barrocos: rellenos, civets, terrinas. Monaguillos bebiéndose el macerado copón de los cardenales. Una forma más de plantar cara. Por el sótano empezaron a pasar todos los cocineros catalanes: Santamaría, Gaig, Cruañas. El asombro. Cuando Arola y Montiel reunieron sus primeras 25.000 pesetas se fueron a Saint-Étienne a ver a Gagnaire. Era su primer gran restaurante. Iban a comer, pero no sólo. Pensaban proponerle que viniera a visitarlos al sótano y cocinara allí con ellos. Gagnaire era un tipo extraordinario. También por eso se arruinó. Aceptó y un fin de semana entró en el sótano y así fue cómo se organizaron las dos noches de cocina más fuerte y milagrosa de que había tenido noticia la ciudad en mucho tiempo.

Entonces Arola tocaba rock en una banda. Era lo mismo. Hay un momento en la vida de los hombres en que no se distingue el ocio del trabajo. Luego viene la formalización insípida. Entonces la música chirriaba lo mismo que el culo de las ollas. Aplicaciones del fuego. L'Aram tenía una peligrosa veta de pegadolça que empezaba con el nombre, seguía con la cerámica local de las hornacinas y se manifestaba incluso en el título que le pusieron al movimiento fundador, aquello de Joves Amants de la Cuina, tan a propósito para que Lluís Llach le pusiera himno y cadencia. Creo que Arola fue importante para electrificar la pegadolça.

Pasó tres años en el sótano. Más tarde empezó a trabajar en El Bulli. Los cruces con El Bulli son peligrosos, eso piensa. Si un chaval sin nada entra hoy a trabajar con Adrià, no sale nunca. En eso insiste. Pero él traía de L'Aram el placer y la locura, y por eso pudo aprender de Adrià la autocrítica y la disciplina. Juli Soler, que es un extraordinario aforista, le dijo una tarde: "El Bulli puede ser un tatuaje o una calcomanía". No debe haber malentendidos: si lo provocan, Arola se rompe la camisa y muestra su inexorable marca de yakuza. Pero si en El Bulli le pudieron incrustar el tatuaje fue porque había dónde. Si lo sometieron (que se entienda) fue porque traía la cabeza levantada. Hubo vida fuera de El Bulli y pasó por el sótano. Bien lo saben Adrià y Soler. Fue en 1992 cuando L'Aram sirvió sus últimos platos: en la última mesa que se levantó habían cenado ellos dos triste y sabiamente mano a mano.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Arola lleva el mejor restaurante de Madrid. Jordi Parramón, que también trabajó en L'Aram, oficia ahora en una cartuja de Vic. Un ángel severo. Un cocinero taxativo y esencial. No se ve a Montiel. Entonces, todos sus compañeros lo señalaban con el dedo. El genio de instinto abrumador. No se ve a Montiel. ¿Quién va a verle en un mero bar de tapas de San Sebastián, silencioso, casi hosco, dubitativo? Sucede con frecuencia. Genios sin músculo. Sombras de pronto achicharradas por el foco. Hay una estomagante masa de folletos sobre el amor y la cocina y nada sobre la cocina y el desdén. No se ve a Montiel. Sergi Arola fue su excelentísimo amigo. Sabe por qué. La suerte de Àlex. La prevista suerte de Àlex ahora que esto ya se ha convertido en espectáculo.

Archivado En