Columna

Arrojo estético

La mayoría de sus pinturas parten de pequeños cuadros pintados directamente del paisaje. Luego viene una afiebrada lucha entre un sinnúmero de grafías y colores -por lo general sobre lienzos de gran formato-, hasta conseguir transformar el modelo en un ente creativo y sorprendentemente nuevo. Aquellos pequeños cuadros nunca los mostraba al público, porque se trataba de un material de trabajo (bocetos) que quedaba anulado con la culminación posterior de cada obra.

Paradójicamente, ha cambiado de opinión y ha querido enseñar al público esos pequeños cuadros pintados directamente del paisa...

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La mayoría de sus pinturas parten de pequeños cuadros pintados directamente del paisaje. Luego viene una afiebrada lucha entre un sinnúmero de grafías y colores -por lo general sobre lienzos de gran formato-, hasta conseguir transformar el modelo en un ente creativo y sorprendentemente nuevo. Aquellos pequeños cuadros nunca los mostraba al público, porque se trataba de un material de trabajo (bocetos) que quedaba anulado con la culminación posterior de cada obra.

Paradójicamente, ha cambiado de opinión y ha querido enseñar al público esos pequeños cuadros pintados directamente del paisaje. Hablamos del artista alavés Carmelo Ortiz de Elgea (Aretxabaleta, 1944) y de su exposición en la bilbaína galería Juan Manuel Lumbreras. No parece demasiado acertada la idea, ya que quienes no le conocen no van a entenderle, al punto de comparar sus cuadros con los de algunos artistas de las corrientes expresionistas y fauvistas, como Van Gogh, Munch, Vlaminck, Derain, Manguin y otros.

Dejando a un lado ese cambio de opinión, interesa, por encima de todo lo demás, la alquimia transformadora que alcanza en cuadros como los dos Paisaje con fósiles y el Paisaje chino, por ejemplo. Ahí los colores, las masas y las líneas van creando diálogos, por afinidad o por contraste, en un intento por armonizar los contrarios.

En sus mejores cuadros, gracias al talento impostado, surgen pasajes zonales donde parecen darse cita decenas de colores, junto a otras no menos decenas de minúsculas líneas entrecruzadas. Lo más atrayente es que todo ese cúmulo de encuentros de forma y color -formulado sobre más apariencia ilusoria que real- lo percibimos lo mismo en amplias superficies del cuadro como en otras de exiguo tamaño. La emoción por pintar no distingue entre lo grande y lo pequeño.

Hay que llamar la atención sobre aquellos cuadros que no acaban por culminar o, para andar sin ambages, que resultan fallidos. Son esos cuadros en los que deja zonas netas, lisas y sin matizar, al lado de otras donde la materia toma cuerpo vivo. Esas zonas lisas le quitan la posibilidad de fabular (especular) pictóricamente, que es justamente una de sus mayores cualidades.

Lo más asombroso es que tras la consecución de una obra fallida, de sus manos va a salir como reacción un cuadro que ningún otro artista en el mundo puede llegar a pintar en ese momento con tanta pasión, intensidad y arrojo estéticos. Se puede decir que Ortiz de Elgea, como otros artistas telentudos y temperamentalmente fogosos, ha hecho de sus fallos una catapulta para fabricar de vez en cuando obras de altísima originalidad.

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