Columna

Michael-Samsa

A pesar del título empiezo por otro nombre propio, el de la artista francesa Valérie Belin, cuya obra se expone estos días en el Koldo Mitxelena donostiarra. En la que considero su propuesta más interesante e inquietante, Belin fotografía bustos de maniquíes de escaparate, previamente maquilladas y peinadas como si fueran mujeres de verdad. Vemos esas fotografías y no podemos saber a ciencia cierta -de ahí el interés y la inquietud- si nos encontramos ante personas disfrazadas de maniquí o por el contrario ante muñecas misteriosamente animadas. Esa ambigüedad conduce sin tregua a otras pregunt...

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A pesar del título empiezo por otro nombre propio, el de la artista francesa Valérie Belin, cuya obra se expone estos días en el Koldo Mitxelena donostiarra. En la que considero su propuesta más interesante e inquietante, Belin fotografía bustos de maniquíes de escaparate, previamente maquilladas y peinadas como si fueran mujeres de verdad. Vemos esas fotografías y no podemos saber a ciencia cierta -de ahí el interés y la inquietud- si nos encontramos ante personas disfrazadas de maniquí o por el contrario ante muñecas misteriosamente animadas. Esa ambigüedad conduce sin tregua a otras preguntas. ¿Dónde empezamos como sujetos y acabamos como objetos? ¿Qué inercias esconde o ampara nuestra apariencia viva? ¿Hasta qué punto sólo pueden ya representarnos cabalmente las imágenes artificiales, manipuladas? La obra de Valérie Belin me refuerza además en la idea de que el cuerpo es escenario privilegiado y resumen trágico de la mayoría de los conflictos de nuestro tiempo.

A partir de aquí el título de esta columna empieza a adquirir su sentido. Porque una cosa es leer sobre el caso Michael Jackson y otra muy distinta verle la cara a su protagonista. No voy a entrar en el fondo del asunto que dilucidarán, si pueden, la investigación y los jueces. Y digo "si pueden" porque hay demasiados intereses, ambigüedad y provocación en los comportamientos de acusadores y acusado -la inocencia del cantante, si es, es desde luego temeraria- como para confiar en un desenlace tranquilizador y concluyente. Lo que quiero es detenerme en la apariencia física de Jackson, que relaciono una y otra vez, no puedo evitarlo, con la figura de Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis.

Lo kafkiano no es un cuerpo de insecto conteniendo a un hombre. El adjetivo kafkiano se refiere a esa forma de poder que suma negaciones de lo humano; que vuelve irrisorios, irrelevantes, todos y cada uno de sus atributos: la voluntad, la dignidad, el deseo o la propia percepción de su imagen. A esa forma de tiranía que expulsa al ser humano del lenguaje y del afecto y lo convierte en otra cosa. Kafka eligió un escarabajo repulsivo; pero cualquier otro envoltorio degradado hubiera producido el mismo efecto.

Es fácil e incluso reconfortante pensar que en el origen de la metamorfosis de Michael Jackson hay alguna anomalía de tipo psicológico. Que algo le falla en la cabeza para haber iniciado esa carrera de tachaduras y de borrones contra sí mismo. Porque no se trata sólo de cambiarse el color de la piel o los rasgos, lo que el cantante quiere es erradicar su negritud. Sacarla de su pasado: hace poco exigió que un actor rubio le representara de niño en una película sobre su vida. Y que no quede resto de ella en el futuro: sus tres hijos, nacidos de madres blancas, se llaman como él, Prince Michael I, Prince Michael II y Paris Michael.

Es fácil y tranquilizador pensar que su actitud y su aspecto actual, enfermizo, acristalado, mezcla de caricatura, máscara funeraria y espantajo, son producto de alguna forma de locura. Yo no lo creo. Creerlo equivaldría, a mi juicio, a aceptar que Gregorio Samsa es el culpable de su transformación, que es su sueño agitado lo que le convierte en un bicho. Michael Jackson no es culpable de su aspecto; o lo es en la misma medida en que es víctima y presa de esa apariencia. Igual que en la profecía kafkiana la culpa hay que buscarla en el poder que discrimina, que jerarquiza, que clasifica a los seres humanos, que prefiere a unos frente a otros de un modo descarado, obstinado y cruel.

Michael Jackson prefiere ser blanco probablemente porque ya sabe a estas alturas, él que ha sido negro del todo, que ser blanco es mucho más rentable. Que si se quiere ocupar la cima de la consideración y el privilegio es mejor ser medianamente blanco o fingidamente blanco o incluso fantasmalmente blanco que de cualquier otro color. Lo sabe igual que lo sabemos y que lo consentimos. ¿Con qué reprocharle entonces que haya decidido con Kafka "no librarse de sí mismo, sino consumirse a sí mismo?".

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