Columna

Pelo

La mujer no recordaba exactamente el día en el que se comprometió a no cortarse más el pelo. A su marido -que, por cierto, era calvo- le gustaban las mujeres con una larga cabellera negra, y disfrutaba acariciando aquella cascada de pelo negro que a su esposa le caía hasta los talones. La larga melena no le impidió a ella parir tres hijos, cuya crianza fue difícil, pero que finalmente se vio compensada cuando los retoños tuvieron edad suficiente para ayudar a su madre en la ardua tarea de lavarse el pelo. La ceremonia de lavado se realizaba los sábados y los miércoles, en el patio de la casa, ...

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La mujer no recordaba exactamente el día en el que se comprometió a no cortarse más el pelo. A su marido -que, por cierto, era calvo- le gustaban las mujeres con una larga cabellera negra, y disfrutaba acariciando aquella cascada de pelo negro que a su esposa le caía hasta los talones. La larga melena no le impidió a ella parir tres hijos, cuya crianza fue difícil, pero que finalmente se vio compensada cuando los retoños tuvieron edad suficiente para ayudar a su madre en la ardua tarea de lavarse el pelo. La ceremonia de lavado se realizaba los sábados y los miércoles, en el patio de la casa, donde se desplegaba la gruesa coleta de la madre, que medía ya más de siete metros, y, mediante palas de madera, como quien sacude un paño, se hacía entrar el jabón en la maraña de pelo materna, para enjuagarlo acto seguido con agua clara, usando el mismo procedimiento. La operación podía durar varias horas, durante las cuales la mujer contaba cuentos a sus hijos.

Su marido era feliz, porque dentro de pocos años -decía- aquella melena batiría el récord del mundo de pelo largo. Desde que ella había empezado arrastrar su mata de pelo por el pueblo como una cola de novia, los vecinos le trataban con más respeto. Incluso los ricos, que presumían de sus bellas esposas, sus rocines blancos y sus galgos, le saludaban con un destello de envidia en las pupilas. A medida que crecía el pelo de su mujer, comenzaron a acercarse al pueblo forasteros de otras latitudes, atraídos por el rumor de que todos los domingos se veía pasear, de la mano de su marido -que, por cierto, era calvo- a una dama cuya larguísima cabellera barría las calles. Muchos aseguraban que, cuando la hembra entraba por la puerta de su casa, el último mechón de su pelo no atravesaba el umbral hasta media hora más tarde.

Como la familia entera ya no daba abasto para lavar aquella pelambrera, el marido puso en evidencia la necesidad de tener más hijos que se encargasen de eso, y dejó a su mujer -una vez más- embarazada para obtener mano de obra. Nuevas manitas apalearon el pelo de mamá, enjuagándolo con jabón de Marsella, desenredando los nudos cabello a cabello, y, finalmente, peinándolo con grandes rastrillos que habían sido diseñados y construidos a tal efecto por el marido, que verificaba todas las noches la longitud del pelo con varias cintas métricas cosidas entre sí.

El día señalado, los medios de comunicación -y el pueblo entero- acudieron al patio de la casa para asistir a la solemne medición, y al establecimiento oficial del récord mundial Guinness. Después de una demora que su marido achacó al miedo escénico, apareció por la puerta de su alcoba -al fin- la protagonista, y una morrocotuda sorpresa hizo olvidar al impaciente público la tediosa espera: la mujer lucía el pelo corto, como un hombre. ¡Ni rastro de su kilométrica melena! Su marido -que, por cierto, era calvo- se llevó las manos a la cabeza, y le preguntó, llorando, por qué se había cortado el pelo justo ese día. Ella le contestó, con sencillez: "Estoy mucho más cómoda".

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