Columna

La travesía

Lamento que Maragall haya perdido, o algo así, aunque aún reste alguna casi improbable baza para convertirlo en president. Su derrota, y los resultados de las elecciones catalanas, nos van a obligar a modificar los criterios tradicionales de análisis y a valorar la realidad política desde perspectivas nuevas. A preguntarnos, por ejemplo, si realmente ha terminado la transición. Es posible que algunos principios o preguntas que se barajaban recientemente, como el federalismo o la España plural, también tengan que ser pensados de manera distinta. Pues lo que salta a la vista tras estas ...

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Lamento que Maragall haya perdido, o algo así, aunque aún reste alguna casi improbable baza para convertirlo en president. Su derrota, y los resultados de las elecciones catalanas, nos van a obligar a modificar los criterios tradicionales de análisis y a valorar la realidad política desde perspectivas nuevas. A preguntarnos, por ejemplo, si realmente ha terminado la transición. Es posible que algunos principios o preguntas que se barajaban recientemente, como el federalismo o la España plural, también tengan que ser pensados de manera distinta. Pues lo que salta a la vista tras estas elecciones, es la irrupción de la voluntad nacional catalana con una claridad que para sí la quisieran los nacionalistas vascos. Bien puede alegrarse el PP de la derrota de los socialistas -tan deseada y perseguida por ellos estos últimos años-, pero hay algo que su ligero incremento de votos no les debe hacer olvidar. En unas elecciones en las que, entre otras cosas, se jugaba el mantenimiento del statu quo -modificación o no del actual Estatut- los partidarios de que las cosas sigan como están han logrado una adhesión apenas superior al 10%. Si esto no supone un fracaso de la política gubernamental, ya me explicarán lo que significa la palabra fracaso. No se les puede pedir ahora que apaguen el incendio, apelando a su responsabilidad, a quienes previamente han sido incendiados. Llevarse las manos a la cabeza y repartir culpas en cabeza ajena no es lo propio de un gobierno eficaz. También es discutible esa concepción de la tarea de gobernar como una inapelable ejecutoria del Bien -se haga lo que se haga- frente a una especie de hordas malsanas a las que, en todo caso, sólo cabe soportarlas. Parecería que la frontera entre un régimen democrático y otro que no lo es estuviera precisamente en eso: en tener que soportarlas o no.

El hecho es que no parecemos movernos de los orígenes y que lo que quiso resolver el Estado de las Autonomías continúa irresuelto. Ignoro cómo surgen las realidades nacionales y confieso que incluso me cuesta comprenderlas. Pero no es esa una cuestión que deba ocuparnos hoy. Lo que sí hemos de tener en cuenta es que a la salida del franquismo uno de los problemas a resolver era el que planteaban las llamadas nacionalidades históricas, fundamentalmente Cataluña y Euskadi. La solución requirió un replanteamiento original de la organización del Estado, que ya fue criticado por algunas voces -el llamado "café para todos"- pero que pretendió evitar agravios comparativos. La fórmula resultó exitosa, aunque introdujo algunas tensiones centro-periferia que en principio no tenían por qué ser especialmente nocivas y que de hecho no lo fueron. Y bien, henos aquí de pronto con que esa fórmula parece quebrarse y que lo que pretendió resolver irrumpe de nuevo como problema: Cataluña, Euskadi.

Sé que resulta difícil realizar diagnósticos templados desde el interior de estados pasionales, y el problema que nos ocupa levanta pasiones. Pero habrá que hacerlos. Habrá que preguntarse cuándo y por qué se quiebra lo que parecía encauzado. No parece aventurado situar el origen en esta Euskadi de nuestros dolores. Si se trata del mal, el mal se originó aquí, aunque tendremos que preguntarnos si se le dio la respuesta adecuada y si lo ocurrido en Cataluña no tendrá mucho que ver con esa respuesta. Cuando los asuntos políticos se conceptualizan en términos éticos se corren algunos peligros, uno de ellos evidente: que la lucha contra el mal se justifique por sí misma. En esos casos, el hecho de luchar ya es bueno, se haga lo que se haga, pues la responsabilidad absoluta cae siempre del otro lado. Lo malo de esto es que esa perspectiva ética no es, porque no puede serlo, compartida, y que lo conceptualizado como el mal continúa esgrimiendo argumentos políticos.

Cataluña no nos plantea un problema ético, sino un problema político, y malo será que se lo quiera llevar al primero de esos dos terrenos. Eso podría servir para hundir definitivamente al PSOE y ganar elecciones por unanimidad, pero serviría también para que las realidades nacionales emerjan con su evidencia más cruda. Ya no habría más café para todos. El café, si es que quedara, sería cosa de tres.

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