Columna

Católicos Anónimos

La reunión tiene lugar en unas catacumbas modernas. La mujer que se levanta de su silla se presenta a los demás: "Hola. Me llamo Conchi, y soy católica". El resto de los asistentes aplaude la confesión. La mujer continúa: "Hace unos meses ni me hubiera planteado reconocer mi catolicismo en una de éstas reuniones. Seguramente ahora estaría en cualquier iglesia de la ciudad rezando avemarías, credos y padrenuestros hasta quedar inconsciente. No es fácil admitir que, por una bendición papal, o, simplemente, un besamanos a un arzobispo, yo hubiera hecho lo que fuese. En los peores momentos llegué ...

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La reunión tiene lugar en unas catacumbas modernas. La mujer que se levanta de su silla se presenta a los demás: "Hola. Me llamo Conchi, y soy católica". El resto de los asistentes aplaude la confesión. La mujer continúa: "Hace unos meses ni me hubiera planteado reconocer mi catolicismo en una de éstas reuniones. Seguramente ahora estaría en cualquier iglesia de la ciudad rezando avemarías, credos y padrenuestros hasta quedar inconsciente. No es fácil admitir que, por una bendición papal, o, simplemente, un besamanos a un arzobispo, yo hubiera hecho lo que fuese. En los peores momentos llegué a acumular en mi casa trescientos cincuenta crucifijos, quinientos rosarios, dos mil ochocientas Vírgenes María que brillaban en la oscuridad, y reuní una colección de cinco mil estampitas que besaba, una a una, cada noche. Cuando, en el trabajo, algún compañero me veía mover los labios, y me preguntaba qué estaba haciendo, yo le contestaba que estaba cantando una canción de Víctor Manuel, en lugar de revelarle que estaba recitando unas oraciones del devocionario. De igual forma, cuando me hacía la señal de la cruz, antes de subir en el ascensor o de entrar a algún despacho, intentaba disimular, como si me rascase el pecho víctima de algún picor, para no provocar el rechazo de mis compañeros".

Durante unos instantes, la mujer tiene que interrumpir su narración, y solicita un vaso de agua. Los reunidos aplauden, para infundirle ánimos. Ya repuesta, prosigue: "Como iba diciendo, es muy cómodo achacar el propio catolicismo de una a la crisis económica, o al miedo a encontrarte un buen día los tanques en el pasillo de tu casa, y refugiarte en la oración ante el altar doméstico, como un avestruz que esconde la cabeza. Lo realmente difícil es reconocer que lo que buscas no está en la misa televisada de los domingos, ni en el olor a cirio, ni en el tacto de los reclinatorios, ni siquiera en los folletos de la parroquia. Cuando lo comprendí guardé todos mis objetos litúrgicos en el desván, intenté no acudir a las iglesias -a no ser por una razón mayor, como los funerales- y no volví a probar el Credo, ni el Ave María, ni siquiera un Padrenuestro. Al principio lo pasé muy mal: el síndrome de abstinencia fue terrible y tenía que estar constantemente vigilada para que no se me ocurriera besar el pan -el cuerpo de Cristo- de molde del sándwich cuando se me caía al suelo. Sin embargo, hoy puedo gritar al mundo que no rezo. Eso no quiere decir que deba bajar la guardia, pero cada vez me siento con más fuerzas para seguir".

En ese instante, un compañero emocionado grita: "¡Te queremos Conchi!". Desordenadamente, todos los presentes corean: "¡Sí, te queremos!". Entre aplausos, Conchi toma asiento. Cuando termina la ovación, el hombre que da el turno de voz a los Católicos Anónimos declara: "Si os parece bien, queridos amigos, la reunión ha terminado por hoy, pero no olvidéis apuntaros a los ejercicios no-espirituales de mañana en secretaría". Después añade: "Podéis ir en paz".

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