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Un tal Pr(e)so

Los dioses liberaron a Prso durante hora y media. Sucedió en Montecarlo, ante el Depor acorazado de Javier Irureta, justo al lado de una línea de yates chapados en oro y de una ruleta por cuyo sumidero desaparecen algunas de las mayores fortunas de Europa.

Hasta entonces, Dado Prso, un croata rezagado cuyo apellido parece una fuga de vocales, era el suplente del suplente de Morientes. Representaba en el Mónaco a todos los deportistas perdidos en el escalafón de la fama. Apenas tenía el crédito que conceden las estirpes y las escuelas; llegaba detrás de Boban y Suker, y a falta de una ha...

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Los dioses liberaron a Prso durante hora y media. Sucedió en Montecarlo, ante el Depor acorazado de Javier Irureta, justo al lado de una línea de yates chapados en oro y de una ruleta por cuyo sumidero desaparecen algunas de las mayores fortunas de Europa.

Hasta entonces, Dado Prso, un croata rezagado cuyo apellido parece una fuga de vocales, era el suplente del suplente de Morientes. Representaba en el Mónaco a todos los deportistas perdidos en el escalafón de la fama. Apenas tenía el crédito que conceden las estirpes y las escuelas; llegaba detrás de Boban y Suker, y a falta de una habilidad deslumbrante sólo podía presumir de árbol genealógico.

Sin embargo había heredado el gen del toque, una predisposición natural que permite convertir la pelota en un objeto animado. En él, por tanto, se confirmaba una regla: así como los jugadores suramericanos tuvieron siempre un suplemento de habilidad para el recorte, los chicos del Este de Europa concentraban su talento en el acto de golpear; es decir, en la síntesis final de todos los recursos del juego.

Perdido en la nómina de percusionistas, Prso era, pues, una especie de músico callejero que, despedido del conservatorio, se había resignado a lanzar tiros libres y a pasar la gorra por las esquinas al final del entrenamiento.

Pero esa noche, una noche especial, todos los duendes, tahúres y croupiers del Principado se confabularon con él. Le condujeron al estado de gracia en el que cualquier hijo de vecino es capaz de cantar bingo o de cantar ópera. Bajo ese influjo, todos los códigos y encrucijadas del juego se abrieron bajo sus pies. En una alegoría de las grandes noches del Casino, la pelota comenzó a rebotar, tac, tac, tac, de casilla en casilla antes de detenerse misteriosamente sobre el dorsal de su camiseta.

Fueron ocho goles galopantes, goles del cuerpo de caballería, y él marcó cuatro. Mientras Rainiero y Lendoiro, atrapados en la misma modorra crepuscular, se frotaban los ojos, los chicos del Depor perdían todas sus propiedades: Mauro Silva se sintió transparente por primera vez en su vida, Molina agarró un entripado, y a Valerón se le apagó la bombilla. Cuando terminaba la sesión y todos teníamos el cuerpo acribillado a balonazos, Prso había cumplido veintinueve años y compartía el cuadro de honor de la competición con Pancho Puskas, Marco Van Basten y Simone Inzaghi.

Luego volvió a confinarse en la concha del banquillo, recuperó su mala suerte y desapareció en el vertedero de la vulgaridad.

Así debía ser. La fortuna nunca pasa dos veces por el mismo barrio de la periferia.

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