Columna

Tradición y modernidad

Las monarquías sobreviven como ingredientes institucionales que nos vinculan al pasado. Como el coxis o la rabadilla, nos retrotraen a un período anterior en la evolución de la sociedad, que sin embargo sigue presente en nuestra anatomía política. Un buen número de Estados de la Unión Europea son monarquías constitucionales. Muchos de ellos, como los escandinavos y Holanda y Bélgica, pertenecen, además, al grupo de los más claramente progresistas e innovadores en materia de libertades y de potenciación de los derechos sociales. La pervivencia de la monarquía en estas sociedades no introduce, p...

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Las monarquías sobreviven como ingredientes institucionales que nos vinculan al pasado. Como el coxis o la rabadilla, nos retrotraen a un período anterior en la evolución de la sociedad, que sin embargo sigue presente en nuestra anatomía política. Un buen número de Estados de la Unión Europea son monarquías constitucionales. Muchos de ellos, como los escandinavos y Holanda y Bélgica, pertenecen, además, al grupo de los más claramente progresistas e innovadores en materia de libertades y de potenciación de los derechos sociales. La pervivencia de la monarquía en estas sociedades no introduce, pues, ninguna distorsión en su avance hacia mayores cuotas de bienestar y desarrollo. Debe entenderse más bien como un elemento simbólico que dota de continuidad a la nación, conectándola al pasado e integrándola de cara al futuro. En algunos casos, como el de Bélgica -y ojalá que en España también-, puede cumplir también la función de coronar por arriba a una sociedad multinacional. Al carecer de poder político efectivo, no interfiere tampoco con el principio democrático. Pervive por su carácter de símbolo vivo de una nación y, a la larga, por el consentimiento de los ciudadanos. Sobre todo porque eso que Max Weber llamaba el principio de legitimidad tradicional se imbrica al de la legitimidad democrática.

En el caso de España, la restauración monárquica se imbuyó también de legitimidad democrática al aprobarse la Constitución y se reforzó en su aceptación popular después del papel jugado por el Rey en la Transición. Durante el período de cesarismo aznarista pasó, sin embargo, a un papel discreto y casi ausente del ojo público. Papel que ahora abandona, no ya sólo por la inminente desaparición de Aznar de la Presidencia del Gobierno, sino por el anuncio de la boda del Príncipe. La primera sorpresa para los monárquicos tradicionalistas ha sido la elección de una persona de clase media, casada por lo civil y divorciada. Gran parte de la "magia" asociada a la institución se pierde a favor de una "modernización" de sus prácticas. Y ésta se manifiesta en la prioridad de que se dota a la "libre elección" del Príncipe sobre supuestas cualidades objetivas de posibles candidatas. La gran cuestión que se abre es si algo que estaba destinado a sobrevivir por enraizarse en los intrincados laberintos de la tradición puede hacerse compatible con la "modernidad" y provocar el subsiguiente "desencantamiento" del mundo de la realeza. ¿Puede perdurar una tradición cuando abandona su cualidad de tal? ¿Hasta qué punto puede afectar la "des-sacralización" de alguno de sus elementos a la legitimidad de la institución como un todo?

Desde luego, no es lo mismo el principio hereditario -por referirnos a uno de sus principales elementos constitutivos- que un matrimonio "heterodoxo". Bienvenido sea en este caso, porque la función ejemplificadora de las figuras reales permiten "normalizar" el divorcio y reivindicar el papel de la mujer profesional y autónoma. Purgar a estas instituciones de adherencias tradicionales obsoletas -como la propia preferencia del varón en la línea sucesoria- es imprescindible a veces para que puedan digerir las pautas del cambio social. La sociedad mediática ya ha contribuido, además, de sobra, a desmantelar los rígidos e impecables códigos de comportamiento tradicional. Del mismo modo que el antiguo papado no consiguió acabar con el catolicismo, tampoco parece haber afectado en lo esencial a la institución monárquica la imagen que en los últimos años han ofrecido en los medios muchos de sus más relevantes representantes foráneos. Lo importante es que siga teniendo sentido político el officium de la monarquía, su papel dentro de una democracia. Y cuál deba ser el código de conducta básico que no puede ser alterado sin desvirtuar esencialmente su legitimidad.

Como es obvio, esto no es el caso en el matrimonio del Príncipe.

Con todo, uno no deja de sentir cierta lástima por todas esas pobres princesas e hijas de la alta nobleza, que han sido tan cuidadosa y esmeradamente educadas para casar con los miembros de las casas reales. Tiempos y esfuerzos perdidos. Para ellas ya sí que ha pasado su papel histórico. Al menos les queda la prensa del corazón.

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