Columna

Patrimonio

ATRIBULADO POR la noticia de que su octogenario padre, hasta ese momento de reluctante salud, padecía un tumor cerebral, y, aún más, por la obligación de tener él que trasmitirle la mala nueva, el escritor Philip Roth, según cuenta en su libro Patrimonio. Una historia verdadera (Seix Barral), confundió involuntariamente la ruta hacia el domicilio de su progenitor y se encontró en el cementerio donde estaba la tumba de su madre. "Lo que me había llevado hasta allí", explica Roth, "era un giro accidental del volante, y lo único que hice, saliendo del coche y adentrándome en el cementerio ...

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ATRIBULADO POR la noticia de que su octogenario padre, hasta ese momento de reluctante salud, padecía un tumor cerebral, y, aún más, por la obligación de tener él que trasmitirle la mala nueva, el escritor Philip Roth, según cuenta en su libro Patrimonio. Una historia verdadera (Seix Barral), confundió involuntariamente la ruta hacia el domicilio de su progenitor y se encontró en el cementerio donde estaba la tumba de su madre. "Lo que me había llevado hasta allí", explica Roth, "era un giro accidental del volante, y lo único que hice, saliendo del coche y adentrándome en el cementerio a buscar su tumba, fue rendirme a la fuerza impulsora. Mi madre y los demás muertos se hallaban en el cementerio como consecuencia de la fuerza impulsora de un accidente aún más improbable: haber vivido".

No deja de ser curioso que, durante estos últimos años, en los que la estructura familiar parece cada vez más disipada, tres novelistas estadounidenses actuales, Paul Auster, Barry Gifford y el propio Roth, hayan escrito sendos libros con el doliente relato de la pérdida de sus respectivos padres, pero no sólo para desahogar de esta manera el fuerte impacto emocional causado por el fallecimiento de quienes les dieron la vida, sino, fundamentalmente, para, a través de semejante experiencia de desamparo, enfrentarse de verdad, quizá por primera vez, con el hecho, hondo y terrible, que significa vivir ya en soledad.

Lo que nos comunica Roth, al comienzo de Patrimonio acerca de su impremeditado paso por la tumba de su madre y sobre lo que en ese momento sintió, cuando llevaba encima la congoja de ser el heraldo de otra muerte, no puede ser más certero y, en principio, desconsolador: que los cementerios demuestran que los seres queridos se han ido irremisiblemente de nuestro lado, por más que hagamos los gestos más patéticos para invocar su presencia.

Sea como sea, luchando con hermoso denuedo contra esta fatal expectativa, Roth acopió todas sus fuerzas como escritor para dejar constancia, no sólo de lo que había sido y significado, en un plano íntimo, la figura de su padre, un anónimo agente de seguros, sino, iniciada la redacción del libro antes del temido óbito de éste, dar un testimonio directo de cómo encaró la muerte.

Patrimonio no termina, sin embargo, con el esperado fin paterno, sino con un posterior breve epílogo, en el que Roth, quizá arrastrado por esa misma "fuerza impulsora" inconsciente que ahora le llevaba a asociar hamletianamente morir con dormir, soñó que su padre se le aparecía para reprocharle que le hubiera amortajado con un simple sudario, en vez de con un traje, lo cual interpretó así: "El sueño me decía -ya que no en mis libros ni en mi vida-, al menos en mis sueños yo seguiría siendo para siempre el hijo niño de mi padre, con la conciencia de un hijo niño, y que él seguiría vivo no sólo como padre mío, sino como padre, en permanente juicio de todas mis acciones. No hay que olvidar nada".

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