Columna

Museos y mausoleos

Desde hace diez, año tras año, Federico Fellini se ha ido abriendo paso a la parte de arriba del santoral civil italiano y hoy es un icono reverenciado por todos, pero más aún por aquellos que el cineasta más despreció en su vida y en su obra. La obra de Fellini, al tiempo que crece y crece, va atenuando la corrosiva sorna de su cine y limando sus aristas, de manera que aquella capacidad suya para crear escándalos y transgredir normas está siendo poco a poco domesticada por quienes se escandalizaban y legislaban las normas que él transgredía.

Si sus funerales fueron literalmente regios ...

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Desde hace diez, año tras año, Federico Fellini se ha ido abriendo paso a la parte de arriba del santoral civil italiano y hoy es un icono reverenciado por todos, pero más aún por aquellos que el cineasta más despreció en su vida y en su obra. La obra de Fellini, al tiempo que crece y crece, va atenuando la corrosiva sorna de su cine y limando sus aristas, de manera que aquella capacidad suya para crear escándalos y transgredir normas está siendo poco a poco domesticada por quienes se escandalizaban y legislaban las normas que él transgredía.

Si sus funerales fueron literalmente regios -y alguien dijo en ellos que el festejado se abochornaría si viera que allí estaban plagiando muy mal sus esperpentos-, inexorable ha sido el proceso de su canonización burocrática. Las dos Italias necesitan adueñarse del santo. Unos para neutralizar al artista ingobernable y otros para tener a mano una tabla a la que agarrarse en su naufragio cotidiano. Unos y otros dicen "es mío", cuando Fellini no fue nunca de nadie, salvo de sí mismo, de su genial, fértil y desmedido vicio de autocontemplación.

Fellini representa hoy la apoteosis, previa a su vaciamiento actual, del concepto de cine de autor. Fue el último energúmeno de una legendaria estirpe de autores, gesticulantes, fogosos y con afición a titanes de su oficio, que nació con Erich von Stroheim, llegó a su apogeo con Orson Welles e inicia el declive con Fellini. Fueron dioses o jugaron a serlo, inventores de mundos, esponjas megalómanas, estatuas engreídas y de ilimitado ingenio depredador, artistas que estaban fatalmente condenados a la soledad, a que su obra se agotase con su muerte sin herederos, sin prolongadores posibles.

Los escurridizos Luis Buñuel y Alfred Hitchcock eran de esta misma estirpe, y muchos han querido inútilmente acorralarlos en celebraciones y en museos. Habrá que esperar a que la caza institucional que ahora comienza sobre la obra y la memoria de Federico Fellini, que odiaba estas cosas, también logre resistirse a que las acorralen en lo que un museo tiene fatalmente de tumba de lujo, de mausoleo.

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