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Una carta para Sherlock Holmes

A veces me apetece ser como Rosa Luxemburgo, que iba llorando en plena calle por la pena que le daban las personas. Claro que no lloro, soy hombre de lágrimas medidas, pero a mí también las personas me causan mucha pena.

Su vida, en la mayor parte de los casos, es tristísima. Algunas no se dan cuenta de eso: lo aceptan. Y tienen otros ojos, por detrás de éstos, de niños asustados, sin destino. En cuanto pueden se mueren, no de ninguna enfermedad en especial, sino porque se les agotó la salud. Jaurés comenzó su primer discurso, en la Asamblea francesa, con la frase

-Señores míos, ...

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A veces me apetece ser como Rosa Luxemburgo, que iba llorando en plena calle por la pena que le daban las personas. Claro que no lloro, soy hombre de lágrimas medidas, pero a mí también las personas me causan mucha pena.

Su vida, en la mayor parte de los casos, es tristísima. Algunas no se dan cuenta de eso: lo aceptan. Y tienen otros ojos, por detrás de éstos, de niños asustados, sin destino. En cuanto pueden se mueren, no de ninguna enfermedad en especial, sino porque se les agotó la salud. Jaurés comenzó su primer discurso, en la Asamblea francesa, con la frase

-Señores míos, ustedes viven mal

y tantos ojos por detrás de éstos a cada paso, en los restaurantes, en los hospitales, en los cines. Hace tiempo, la última vez que fui a buscar libros al correo, me puse a observar a los que estaban allí como yo, con un papelito en la mano, esperando. Mujeres, hombres, gente de toda clase: me parecieron vacíos, lentos, cansados, gastados por la desilusión de los días. Las mujeres, sobre todo, a quienes los sueños rotos les habían quitado el brillo, a quienes maltrató la desesperanza. El horror de las bodas, la pequeña tiranía cotidiana de los maridos, a quienes sólo piden que las entiendan sin necesidad de palabras.

La mansa desesperación de las empleadas detrás del mostrador, sus sonrisas desprovistas de luz. Sol allí fuera, en los árboles. Aquí lámparas. Envejecen entre lámparas encendidas, con el sol allí fuera. Los psiquiatras engordan a costa de las lámparas encendidas, ellos que no viven mejor. Venden conformismo en lugar de alegría. Adáptese al mundo, no le pida al mundo que se adapte a usted. ¿A santo de qué no se le ha de ordenar

(más que pedir)

al mundo que se adapte a nosotros? Que los parta un rayo. Los conocí bien, sé de qué hablo. "Disminución de la superficie de contacto con la realidad", dicen. Como si la realidad tuviese una superficie de contacto. Como si la realidad existiese. Existe la depresión, es un perro negro. Si no le tenemos miedo se va. ¿Qué ocurre si se apagan todas las luces encendidas con el sol allí fuera? Una de mis abuelas necesitaba algún disgusto que otro para ser feliz. Si fuésemos, al menos, como la madre de Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el personaje de ficción más famoso junto con don Quijote. Y se merece esa fama, creo yo. Ahora bien, cuando la madre de Conan Doyle supo que su hijo quería matar a Sherlock Holmes para ocuparse de libros que a él le parecían más serios, le escribió, reprendiéndolo con dureza:

"Líbrate de hacerle ningún daño, por pequeño que sea, a una persona tan simpática y educada como el señor Holmes".

Y su hijo, qué remedio, obedeció. La señora Doyle, evidentemente, no estaba loca. Y Sherlock Holmes, evidentemente, es real: "líbrate de hacerle ningún daño, por pequeño que sea". A veces encontramos personas así, que nos reconcilian con el mundo. "Disminución de la superficie de contacto", qué estupidez. La "superficie de contacto", y vuelvo atrás, sólo disminuye si encendemos las lámparas con el sol allí fuera, si no prestamos atención, si no vemos. Por la ventana, del otro lado, ventanas negras, vacías. Una muchacha ahora, sacudiendo un paño. Más ventanas vacías. Son las doce menos veinticinco de la mañana y todas las ventanas están vacías: están trabajando, creo yo. Relojes de fichar, minúsculos odios, canseras. La vuelta, horrible, a casa, y en casa la soledad a solas o con otra persona, otra sombra. La sensación de para qué que los acompaña, fiel como el mal olor. Dios mío, cómo duele la sensación de para qué. Debería existir una persona tan simpática y educada como el señor Holmes para cada mujer. Es que aún hoy, tanto tiempo después de la muerte de Conan Doyle, en 1930, llega una media de más de cuarenta cartas semanales al 221-B de Baker Street, donde el detective vivía, dirigidas a él. "¿Disminución de la superficie de contacto con la realidad?". No: la realidad misma. La única que, con un poco de suerte, podremos habitar. Ventanas y ventanas, agosto, la paz y la sombra de las tipas. Estoy en busca de un final para este texto. Lorca

(hoy vengo cargado de citas)

pedía

"ay, terminad vosotros, por piedad, este poema"

pero no sería justo: me pagan para escribir y vosotros pagáis para leer, por lo tanto soy yo quien tiene que acabarlo. ¿Cómo? Doce menos cinco. No lo sé. En todo caso, sé que me apetece enviar una carta a Sherlock Holmes para que las lámparas se apaguen de verdad y entre el sol. Además, y en nombre de la "superficie de contacto con la realidad", estoy seguro de que me respondería.

Traducción de Mario Merlino.

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