Crítica:

La insensata belleza de la metafísica

Existe un pequeño cuadro de Salvador Dalí expuesto en el Folkwang Museum de Essen, El farmacéutico del Ampurdán que no busca absolutamente nada (1936), en el que vemos el luminoso paisaje de Cadaqués colocado en el centro de la tela, como si fuera un collage de Max Ernst. El óleo recuerda al chiriquiano L'Enigme de l'oracle (1909), un claro homenaje a Friedrich (con las dos figuras de espalda que impiden al espectador del cuadro disfrutar del paisaje de fondo), donde los personajes del cuadro, una cabeza (¿Apolo, el dios del oráculo?) y un hombre a punto de transformarse e...

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Existe un pequeño cuadro de Salvador Dalí expuesto en el Folkwang Museum de Essen, El farmacéutico del Ampurdán que no busca absolutamente nada (1936), en el que vemos el luminoso paisaje de Cadaqués colocado en el centro de la tela, como si fuera un collage de Max Ernst. El óleo recuerda al chiriquiano L'Enigme de l'oracle (1909), un claro homenaje a Friedrich (con las dos figuras de espalda que impiden al espectador del cuadro disfrutar del paisaje de fondo), donde los personajes del cuadro, una cabeza (¿Apolo, el dios del oráculo?) y un hombre a punto de transformarse en estatua impiden que el espectador establezca una comunicación real con el cuadro. De Chirico coloca la figura de la izquierda, descabezada (una mancha negra), bajo un cielo azul con nubes; ésta contempla la ciudad y curvada ligeramente sobre sí misma parece a punto de precipitarse desde lo alto de una colina. Ante la ausencia de lo divino, el enigma se afirma en su absoluta falta de sentido. No hay recurso romántico a lo sublime. Es el queso camembert del espacio y el tiempo, tierno y extravagante, como los relojes derretidos que alfombran un no-lugar. La metafísica en las playas del surrealismo, lista para sumergirse en el mundo de los sueños y en la vida interior. Las perspectivas de calles y plazas vacías, que siguen sus propias leyes y celebran lúgubres recuerdos infantiles, ayudaron a Dalí a encontrar los medios con que expresar sus propias obsesiones. Y Giorgio de Chirico dibujó para él un bello sueño, al dictado de Lautréamont: el paraguas y la máquina de coser harán el amor.

Una muestra en el Palacio de la Scuderia del Quirinale de Roma ayuda a entender las claves de la metafísica, que tiene como incuestionable protagonista a Giorgio de Chirico, cuya pintura propone las silenciosas apariciones de ciudades desiertas, maniquíes robotizados y perspectivas enigmáticas que tanto influyeron en las corrientes dadaísta y surrealista. Las salas de la Scuderia (unas antiguas cocheras del XVIII, rehabilitadas en 1997 por Gae Aulenti) describen un itinerario limpio, como las piazzas chiriquianas, en el que caben más de un centenar de obras, entre óleos, dibujos y esculturas, de los más importantes artistas ligados a este movimiento: Alberto Savinio (Andrea de Chirico), Carrà, Morandi, De Pisis, Mario Sironi, Max Ernst, Magritte, Yves Tanguy, Dalí, Miró, Giacometti o Brancusi. Ester Coen, que en 1973 ya había comisariado junto a Giuliano Briganti la primera muestra sobre la metafísica en el Palazzo Grassi de Venecia, ha indagado en las colecciones mejor dotadas del mundo -el Solomon y la Peggy Guggenheim, la Tate, el MOMA, el Pompidou, la National Gallery de Washington, el Ermitage, los Musei Civici de Milán, la Kunsthaus de Zúrich- para armar esta muestra impecable, que únicamente cojea en la pobre representación daliniana a causa de los fastos del Any Dalí, que parecen querer seguir la estela mediática que cubrió de cifras millonarias el Any Gaudí. A Dalí no lo canonizarán, por histérico, coprófago y por los títulos de algunos de sus cuadros ("tres minúsculos sacerdotes en fila india cruzando rápidamente un puente japonés"). Pero le volverán a hacer impotente y onanista en su propio país, de forma que la única manera que habrá de ver su obra fuera de España será a través de la lectura de los trabajos de otros autores, como ahora el caso de Metafísica, o viajar a Filadelfia y a Venecia para contemplar las dos grandes y más importantes retrospectivas de su obra enmarcadas en los festejos de su centenario. ¡Olé!, que diría el pintor.

En Metafísica hay, por ausencia, mucho Dalí. ¿Quién no ve en Placeres iluminados (1929) y Alrededores de la ciudad paranoico-crítica (1936) la influencia del cuadro dentro del cuadro y la atmósfera de ensoñación mediante el uso de colores fríos de De Chirico? ¿Y el Gran masturbador en Il grande metafisico (1917), un maravilloso autorretrato donde se concentra todo el imaginario del pintor? ¿O las perspectivas profundas y las sombras misteriosas (La conquista del filósofo, 1914) en las dalinianas La fuente (1930), Apoteosis de Homero (1944) y Mujer con cabeza de rosas (1935)?

Como De Chirico veinte años antes, Dalí no se preocupaba por la coherencia de la iconografía. Lo importante era la atmósfera (el Stimmungen, que el pintor de Volos había aprendido de su admirado Arnold Böckin, a quien conoció cuando estudió en Múnich) que los motivos singulares provocan en el espectador según el punto de vista que el pintor adopta. La mirada es metafísica, el mundo de los objetos, físico. Además, a las cosas se añaden los recuerdos. De Chirico habla del étrange regard y de lo insensé; y en Noi metafisici escribe lacónicamente: "Es la propia tranquilidad y la insensata belleza de la materia lo que me parece metafísico". Mientras los cubistas querían mostrar el "aspecto visible" de las cosas, los metafísicos querían santificar la realidad, "suprimir completamente al hombre, liberarlo del antropomorfismo. Ver todo, incluso el ser humano, como una cosa". El método nietzscheano.

Esculturas que proyectan su larga sombra sobre una plaza desnuda; al fondo, las arcadas clásicas en toda su fatalidad y "el sol que adopta otra expresión cuando baña de luz un muro romano". Soledad, silencio, ilusiones espaciales, soportales de sombra y, a veces, una forma de vida que flota en un velo impalpable que la separa del mundo. Terragni, Rossi, la Casa del Fascio, el Museo della Civiltà Romana, las impenetrables calles de Ferrara, los palacios de Turín, Bolonia, Florencia..., la tragedia de la serenidad en la arquitectura renace silenciosa en la obra de De Chirico a partir de 1914, cuando futuristas y cubistas campaban ya a sus anchas, y hasta 1919, antes de que decidiera pintar a la manera de Tiziano y de Rubens..., de "repetir la pintura que era propia de la umanità". Atrás quedan las tres peras de Renoir y los espárragos de Manet, no aptos para satisfacer la sed de infinito de los protosurrealistas.

Dalí también nos enseñó el hombre encajonado, convertido en recipiente de sueños; los huevos fritos sobre el piano y los panes ampurdaneses tan poco parecidos a los chiriquianos o a la barra sobre un taburete (Pane Sacro, 1930) de De Pisis. En la muestra vemos sus Étude pour Les Chants de Maldoror (1933) junto a los bodegones de Morandi, perfectos en su equilibrio espacial y en su cualidad pictórica; las habitaciones encantadas (1917) de Carlo Carrà (tan chiriquianas: la profundidad de la habitación se transforma en la imposibilidad de habitar), y los juegos de amor entre Ettore y Andrómana (1917), de De Chirico, que forma parte de la serie de dibujos protagonizados por los manichini, con la forma de sus piernas que recuerda la figura de los trovadores medievales.

La gran revolución metafísica que culmina en 1919 va a dar sus mejores frutos en los paisajes surrealistas de Tanguy (Finissez ce que j'ai commencé, 1927), los simbolismos eróticos de Giacometti (Femme cuillère, 1926) e incluso en el expresionismo abstracto de Gorky (Organization, 1936) y De Kooning (Light in August, 1946), tan lleno de tormento y vértigo. En la muestra hay una buena representación de los frottages de Max Ernst, un juego pictórico hecho con los objetos más disparatados (madera, hojas, tela de saco deshilachada) como un modo de interrogar a la materia y cuyo resultado, inesperado, ayudaba a las facultades alucinatorias del artista (el método paranoico-crítico avant la lettre), además de sus fantasías fantasmales y de los paisajes que tomó de las plazas de Italia de De Chirico.

Las abstracciones orgánicas de Brancusi (Le nouveau né I, 1920), la retórica del singular alfabeto magritteano (La voix des airs, 1931), el colorismo de Miró (Portrait de la reine Louise de Prusse, 1929) y un inevitable Picasso (Le peintre et son model, 1927) cierran un recorrido guiado por un ojo, que, en palabras de Dalí, miraba "imprevisiblemente dilatado, volcado hacia la superficie de un océano en el cual navegan todas las sugestiones poéticas y se cristalizan todas las posibilidades plásticas".

Metafísica. Scuderie del Quirinale. Via XXIV Maggio, 16. Roma. Hasta el 6 de enero de 2004.

'Le duo on les mannequins à la tour rose', de G. de Chirico.

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