Columna

¡Jo, la libertad!

¡Jo, papá está que se sale! Cuando paseábamos con mi hermano el canijo, nos dio a elegir entre un helado de chocolate o uno de fresa. Cuando vio que dudábamos, se puso muy pesado, y nos explicó que la libertad es la facultad de poder elegir libremente, pero que para escoger una cosa hace falta dejar otra, y punto. Entonces yo le dije que no era libre, porque a mí me apetecían los dos sabores, y que esa libertad de la que él me hablaba era ridícula. Mi hermano se puso a gritar que también quería ser libre, y que pensaba comerse todos los helados de la heladería, incluso los de pistacho, pero pa...

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¡Jo, papá está que se sale! Cuando paseábamos con mi hermano el canijo, nos dio a elegir entre un helado de chocolate o uno de fresa. Cuando vio que dudábamos, se puso muy pesado, y nos explicó que la libertad es la facultad de poder elegir libremente, pero que para escoger una cosa hace falta dejar otra, y punto. Entonces yo le dije que no era libre, porque a mí me apetecían los dos sabores, y que esa libertad de la que él me hablaba era ridícula. Mi hermano se puso a gritar que también quería ser libre, y que pensaba comerse todos los helados de la heladería, incluso los de pistacho, pero papá le explicó que no, que no podía ser libre de esa forma, porque no tenía suficiente dinero como para comprar todos los helados de la heladería.

"Entonces, ¿la libertad es cuestión de dinero?", le pregunté a papá. Él suspiró, como si estuviera muy cansado, y me respondió que no, que no podía considerarse una cuestión de dinero, que era una facultad humana que estaba más allá de la riqueza, pero que ser libre también suponía un auténtico compromiso con la libertad de los demás, y que si nos llevábamos todos los helados de la heladería dejaríamos al resto de los niños sin helados, y no podrían ser libres de comprarse uno. ¡Y decía que no era cuestión de dinero! Mi hermano y yo no estábamos nada conformes con las explicaciones de papá, y la heladería empezaba a llenarse de gente que hacía cola, esperando a que escogiéramos libremente nuestros helados. La señora heladera sonreía mucho: yo creo que estaba de los nervios.

A pesar de nuestras protestas, papá se puso dramático: un helado por cabeza nada más. Mi hermano rompió a llorar, y le dijo a papá que era muy malo, por no querer dejarnos ser libres, y papá le contestó que también era muy libre de no comprarnos ningún helado -ni de chocolate, ni de fresa, ni gaitas, exclamó- y de dejarnos con las ganas, así que el muy traidor del canijo dejó de llorar y dijo que vale, que renunciaba a su libertad por un mísero helado de chocolate. Le eché en cara su bajo precio, y él me replicó que era libre de ponerse el precio que le diese la gana, porque su estómago era suyo. Yo todavía no me había decidido, porque esto de la libertad es muy complicado, y la gente que hacía cola comenzó a protestar, a pesar de que eran libres de marcharse cuando quisieran.

Cuando nos dieron los helados, pensé que uno es libre, sí... ¡lo que le dejan! Al final había pedido un helado de fresa, pero lo hice porque no me quedaba más remedio. Por lo menos, había elegido un helado de sabor diferente al de mi hermano, que pidió el de chocolate, y tenía la oportunidad de probar también el suyo. Intenté disimular y hacer como que no me daba envidia, pero, sin aparentar demasiado interés, le pregunté a mi hermano si no le importaba que nos cambiásemos un rato los helados. Cerramos el trato con el juramento de que no les daríamos más de diez chupadas por turno.

Los helados sabían muy ricos, aunque no sé si ése será el sabor de la libertad.

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