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Con un poema se puede tener una idea del autor, pero con varios se tienen muchas ideas diferentes. Me ha ocurrido con Versos y años, de Fernando Ortiz, obra de la que he tenido noticia por este diario. El autor aparece y se desdobla poco a poco, porque eso es lo que hacen los poetas: describirse una y otra vez desde ángulos diferentes; como con un afán de contarse y aprehenderse a sí mismos. No pueden remediarlo. Y quizá porque saben que se trata de un empeño tan sutil como variable, se buscan en sustancias borrosas y confusas como el humo para encontrarse despacio, dando un rodeo y con...

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Con un poema se puede tener una idea del autor, pero con varios se tienen muchas ideas diferentes. Me ha ocurrido con Versos y años, de Fernando Ortiz, obra de la que he tenido noticia por este diario. El autor aparece y se desdobla poco a poco, porque eso es lo que hacen los poetas: describirse una y otra vez desde ángulos diferentes; como con un afán de contarse y aprehenderse a sí mismos. No pueden remediarlo. Y quizá porque saben que se trata de un empeño tan sutil como variable, se buscan en sustancias borrosas y confusas como el humo para encontrarse despacio, dando un rodeo y contradiciéndose constantemente, porque la poesía, al igual que la vida misma, es una perpetua contradicción.

En Divagación en el humo, Fernando Ortiz se busca con gran maestría en la sombra, el hueco, el silencio y la memoria. Algo parecido a lo que ocurre en Aperitivo, en una copa que pide con hielo porque "(...) le da un punto de sabor a la sombra". Su sombra, la oscura, la que no le deja ver ni olvidar. Pienso que es un modo de rechazarse. Son muchos los poetas que no se gustan a sí mismos. La mayoría. Y por eso escriben tanto sentimiento condensado en los que se persiguen como quien persigue un purgante que los redima. Y se encuentran o no se encuentran. En Tarde de primavera mira hacia atrás, al caer de los días de su vida, y cree que quisiera ser otro; pero confiesa que se miente: sólo desea soportarse sin que le importe demasiado "(...) su turbiedad o su tristeza".

El autor también cuenta historias para amigos y familiares. Ya sé que carece de importancia que las cuente o no: lo que importa es cómo lo haga. Pero es entrañable reconocer a algunos de sus amigos sevillanos. Como en sí mismo al fin es una historia para Francisco Molina, que "anduvo muy despacio por el corazón de la ciudad antigua". A Antonio Reina le comenta que él llegó a los 40 sin haber consolidado nada y sintiéndose "como los árboles / cuando el levante sopla".

Y canta a una melancólica siesta de verano, una cosa tan nuestra en la que, según el poeta, el hombre "(...) vuelve al principio, al fin, a lo más suyo. / A ese ensimismamiento donde sólo / muerte, siesta y amor abren sus ramos".

A quienes no nos interesa tanto encontrarnos, también nos gusta la siesta.

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