Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA

Textos roedores

El público espera. El conferenciante -un importante escritor chileno (añadamos por nuestra cuenta), quizá el más importante escritor latinoamericano de su generación, entre otras- va a hablar sobre la enfermedad. Pasa el rato, sin embargo, y el conferenciante no llega. Cunde la impaciencia. El conferenciante no llega. Hasta que, finalmente, "uno de los organizadores del evento anuncia que no podrá venir debido a que, a última hora, se ha puesto gravemente enfermo".

Con este chiste -que ahora, de pronto, no lo parece tanto- comenzó Roberto Bolaño, hace un par de años, una charla sobre li...

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El público espera. El conferenciante -un importante escritor chileno (añadamos por nuestra cuenta), quizá el más importante escritor latinoamericano de su generación, entre otras- va a hablar sobre la enfermedad. Pasa el rato, sin embargo, y el conferenciante no llega. Cunde la impaciencia. El conferenciante no llega. Hasta que, finalmente, "uno de los organizadores del evento anuncia que no podrá venir debido a que, a última hora, se ha puesto gravemente enfermo".

Con este chiste -que ahora, de pronto, no lo parece tanto- comenzó Roberto Bolaño, hace un par de años, una charla sobre literatura y enfermedad con la que participó en un ciclo de conferencias sobre el tema que organizó en Madrid una conocida sociedad médica. El texto de la charla va incluido dentro de este volumen póstumo, y empieza con la siguiente advertencia: "Nadie se debe extrañar de que el conferenciante se ande por las ramas". Y es que, en efecto, el conferenciante no hace otra cosa, al parecer, que andarse por las ramas. Habla del sentimiento de liberación que paradójicamente puede inspirar la enfermedad, de las increíbles ganas de follar que a menudo procura; habla de la poesía francesa (de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, ya saben), de las ansias por viajar, del tedio y del horror (¡el horror!); habla de la muerte, y del miedo. Y finalmente habla de Kafka. De cómo, la primera vez que escupió sangre, Kafka tuvo la extraña certidumbre de que ya nada lo separaba de la escritura.

EL GAUCHO INSUFRIBLE

Roberto Bolaño

Anagrama. Barcelona, 2003

184 páginas. 12,50 euros

Y habla de cómo, la primera vez que escupió sangre, Kafka tuvo la certeza de que ya nada lo separaba de la escritura

Kafka también es recordado explícitamente en uno de los relatos de este mismo volumen, El policía de las ratas, cuyo protagonista es sobrino nada menos que de la célebre Josefina la Cantora, protagonista, a su vez -el dato es significativo-, del último de los relatos escritos por el autor praguense. No es poco atrevimiento tomar por pretexto el mundo intransferible de Kafka, por mucho que alivie el reto la plantilla genérica (una trama detectivesca) y un inequívoco deje paródico. Pero es que de eso mismo trata el relato de Bolaño: del atrevimiento, de la valentía, es decir, del miedo, sobre todo del miedo. No, no es en absoluto azaroso que, poseído él mismo por una enfermedad mortal, Bolaño relea a Kafka y encuentre inspiración en los relatos más tardíos de este autor: Josefina la Cantora o El pueblo de los ratones, claro, pero también, y más profundamente, el que suele conocerse como La construcción o La madriguera: aquel en el que, bajo la figura de una especie de topo aterrado que trata sin cesar de mejorar y apuntalar su obra laberíntica, su guarida, Kafka traza la más inquietante y desoladora parábola sobre la competencia que todo artista entabla con la muerte.

Con atrevimiento parejo -sin

duda fruto cada vez más extremo de ese sentimiento de liberación que, según él, progresa con la enfermedad- ensaya Bolaño en el relato que da título a este volumen, El gaucho insufrible, una lectura invertida, genialmente paródica y lacerante, de El Sur, el conocidísimo relato de Borges. La hilarante aventura de Héctor Pereda, un honorable juez argentino que, ya anciano, opta por vivir como un gaucho en su perdida hacienda de la pampa, eleva una sañuda y sonriente requisitoria tanto a la sociedad como a la literatura argentinas, de cuya mitología hace a la vez burla y elegía, dibujando con enorme gracia el paisaje de una pampa ya sin caballos ni vacas, poblada por agresivos conejos caníbales.

Agresivo también, además de atrevido; salvaje, suicida casi en su iconoclastia, es el panorama que de la literatura en lengua española traza Bolaño en otra reciente charla recogida también en este volumen, bajo el título burlesco de Los mitos de Chtulhu. Se trata de un texto admirablemente desinhibido, que retoma el tono regocijante, chulesco, brutalmente epigramático de los mejores vanguardistas, y que lo hace con el objeto de reírse de la forma en que la mayor parte de los escritores contemporáneos en lengua española hacen lo que sea por obtener éxito, dinero y respetabilidad. Lo que sea: vale decir fabricar bibelots -sus propios libros- que sirven para decorar los hogares de la clase media. Un verso de Nicanor Parra, que el propio Bolaño cita en otro contexto, sirve muy bien para describir lo que él mismo hizo con motivo de esta charla, impartida en un sonado encuentro de escritores celebrado en Barcelona: "Ordeñar una vaca y luego tirarle la leche por la cabeza". Pues eso.

Como puede verse, cuesta resistir la tentación de leer este volumen a la luz de la muerte tan reciente de su autor. Pero es que todos los textos aquí reunidos están escritos ya -quién lo iba a decir- a la luz de la muerte. Bolaño los escribió en los breves intervalos que se concedía a sí mismo durante la fatigosa e interminable redacción de 2666, la monumental novela en la que anduvo trabajando hasta el final de sus días y que sólo muy tardíamente, cuando empezó a temer muy en serio que no iba a poderla concluir, decidió desmontar en cinco novelas independientes. Se trata de textos, pues, escritos con un extraño alivio, con una feroz libertad, con un contagioso humor negro, no muy distinto, por otro lado, del que toda su vida practicó. Al fin y al cabo, la enfermedad desde muy pronto tomó sitio en su vida, y desde muy pronto él convirtió la literatura en su personal estrategia para combatirla. De ahí que no quepa establecer sustanciales diferencias entre los relatos aquí reunidos y los más antiguos de Bolaño. El viaje de Álvaro Rousselot, pieza central de este volumen, constituye, sin ir más lejos, un bellísimo, modélico ejemplar de relato bolañesco: los ecos cómplices que el narrador concita desde su arranque; el tono enciclopédico; la lenta forma en que el humor se revela como una cifra de la tristeza, a medida que se confirma una vez más que, en la vida lo mismo que en la literatura, todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia... Todo está allí, ahora como al principio.

El gaucho insufrible se abre con una brevísima estampa narrativa titulada Jim. Jim, nos dice el narrador, era el nombre de un viejo amigo de sus tiempos en el Distrito Federal. Jim era norteamericano, y el narrador nunca conoció a otro más triste. Una vez lo sorprendió en una acera del Distrito Federal llorando mientras contemplaba absorto (Jim, no el narrador) el número de un tragafuegos callejero. El narrador se quedó un buen rato mirándolo (a Jim, no al tragafuegos). Contaba por entonces dieciocho o diecinueve años (el narrador, no Jim), y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, asegura, habría dado media vuelta y se hubiera alejado de allí. En lugar de eso se quedó mirando a Jim, y lo arrancó de aquel lugar, acompañándolo luego un buen trecho calle abajo, hasta que lo perdió de vista para siempre. Cuando, años más tarde, descubrió el narrador que no era inmortal, se puso a contar historias como ésta. Historias frágiles pero graves, extrañamente inolvidables. Historias, por lo demás, en las que ya nadie distingue -y además no importa- quién es en verdad el narrador, quién era el tragafuegos, quién era Jim.

Roberto Bolaño, en 2002.JULIÁN MARTÍN

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