Columna

La esquina

Este hombre camina lentamente hacia la salida del restaurante; se queda allí, esperando a que llegue su colega, más joven que él. Él es Adolfo Sánchez Vázquez, y su acompañante es Javier Muguerza, ambos son filósofos. Se encuentran en esa esquina, no saben hacia dónde deben tomar, como ocurre siempre que uno se halla en un sitio equidistante de dos salidas. Tienen delante el Congreso de los Diputados, que proyecta su sombra vespertina sobre ambas figuras. Ya Adolfo Sánchez Vázquez ha cruzado casi todas las décadas; ayer mismo, qué casualidad, él no lo había dicho, cumplía los 88 años; hace alg...

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Este hombre camina lentamente hacia la salida del restaurante; se queda allí, esperando a que llegue su colega, más joven que él. Él es Adolfo Sánchez Vázquez, y su acompañante es Javier Muguerza, ambos son filósofos. Se encuentran en esa esquina, no saben hacia dónde deben tomar, como ocurre siempre que uno se halla en un sitio equidistante de dos salidas. Tienen delante el Congreso de los Diputados, que proyecta su sombra vespertina sobre ambas figuras. Ya Adolfo Sánchez Vázquez ha cruzado casi todas las décadas; ayer mismo, qué casualidad, él no lo había dicho, cumplía los 88 años; hace algo más de veinte vino a España por vez primera, y publicó aquí, en medio de la alegría de romper tan largo exilio, algunos de sus libros marxistas. Entonces era un hombre de gafas redondas y gruesísimas, como las que Max Aub lleva en las fotos; ahora es el mismo hombre, sus ideas siguen siendo las que fueron, el marxismo militante, el compromiso, la convicción de que ninguna obra intelectual es inocente. Discípulo de Ortega, de Gaos y Zubiri, hizo del estudio una forma de ser; su experiencia en la contemplación del arte -la estética es una de sus disciplinas- le ha enseñado que es falaz esa idea que afirma que el compromiso acarrea la degradación de la obra de arte, cuya eficacia como instrumento para cambiar el mundo sigue defendiendo frente a lo que él llama la mercantilización y el envilecimiento de la actividad intelectual. Cuando estuvo aquí, hace tantos años, parecía mirar desde la luna infinita de sus gafas, pero ahora se ha aliviado las dioptrías, y aunque es verdad que tiene aquellos años, ahora parece más juvenil, y más risueño. Su fuerza está, sigue estando, en las palabras; ha paseado entre nosotros algunas de sus opiniones (contra la guerra inmoral, contra las guerras que vienen, a favor del internacionalismo, contra el imperio), y ha paseado por Madrid como el exiliado que no ha podido, nunca, como León Felipe, entender cómo la pistola sepultó la canción. Cuando ya está a un paso de irse con Muguerza calle abajo, en esta esquina por la que cruzan hablando por el móvil los parlamentarios, Sánchez Vázquez se encuentra con Carlos Fuentes. "Qué gratitud le debemos a ustedes, los exiliados", le dice el escritor mexicano, que fue su discípulo. Se despiden, sigue cada uno su camino. Cuánta historia, a veces, se halla uno en una esquina.

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