LECTURA

Las patillas más chelis de Mesopotamia

Bajamos al vestíbulo. Hay que negociar un permiso con los responsables del Centro de Prensa y encontrar un chófer que quiera llevarnos. Faisal hace dos días que no aparece. Le echamos de menos y esperamos que se encuentre bien. Preferimos pensar que si no ha venido es porque su barrio, Yihad, situado cerca del aeropuerto, está ya bajo control estadounidense y cruzar la línea de combate resulta demasiado peligroso. Como siempre, Alberto y Antonio le dejan las gestiones logísticas a Ángeles, un fenómeno a la hora de convencer a los funcionarios, encontrar conductor y regatear precios.

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Bajamos al vestíbulo. Hay que negociar un permiso con los responsables del Centro de Prensa y encontrar un chófer que quiera llevarnos. Faisal hace dos días que no aparece. Le echamos de menos y esperamos que se encuentre bien. Preferimos pensar que si no ha venido es porque su barrio, Yihad, situado cerca del aeropuerto, está ya bajo control estadounidense y cruzar la línea de combate resulta demasiado peligroso. Como siempre, Alberto y Antonio le dejan las gestiones logísticas a Ángeles, un fenómeno a la hora de convencer a los funcionarios, encontrar conductor y regatear precios.

Y de pronto oímos el trallazo. El estruendo es ronco, como si alguien hubiera golpeado el hotel con un enorme cinturón metálico. Son las doce menos cinco. Nunca habíamos escuchado una explosión tan cerca. Sabemos que el impacto ha sido en el hotel. Por eso salimos al exterior del Palestina para ver en dónde ha dado. Desde la parte frontal no se aprecia daño alguno. Corremos por el jardín siguiendo el griterío de otros colegas. Los destrozos se encuentran en la pared noreste del edificio. Contamos los pisos. El proyectil ha destrozado el balcón de la 1503, donde la agencia Reuters tiene una cámara que transmite imágenes en directo las 24 horas del día a pesar de la prohibición iraquí. "¡Mierda! ¡La habitación de Tele 5 está justo debajo!", gritamos. Los tres comprendemos lo que eso supone. "¡Couso se ha quedado grabando!", exclama Antonio, mientras echa a correr hacia los ascensores de servicio para subir cuanto antes a la planta 14. Nada más llegar se da cuenta de que algo no va bien; las puertas están abiertas y nadie responde. A toda prisa, recorre las tres piezas de la suite, hasta que entra en el dormitorio de la izquierda. La ventana está hecha añicos y hay un teléfono satélite calcinado. Se acerca y ve lo más alarmante: como una garza abatida, la cámara y el trípode de Couso están destrozados en medio de un charco de sangre que empapa la moqueta. "¡Dios mío, Couso!", exclama, antes de lanzarse escaleras abajo. Por el camino se encuentra con Ángeles y Alberto, que no han logrado alcanzar ninguno de los ascensores. (...)

Días de guerra. Diario de Bagdad

Ángeles Espinosa, Alberto Masegosa y Antonio Baquero

Siglo XXI

Empapado de sangre

Cuando llegamos al Ibn Nafis encontramos a Sistiaga con la pernera del pantalón empapada de sangre. Adora a Couso, pero está entero, sereno, como si supiera que ésa es la manera en que puede serle más útil. "Yo estaba en mi habitación. Cuando oí el impacto, corrí al balcón y le encontré tendido en el suelo con todo el muslo izquierdo destrozado y el fémur al aire", nos explica. El torniquete que le hizo cortó la hemorragia de la arteria femoral y mantuvo a José vivo hasta que llegaron al centro médico. Nos cuenta que para sacarle de la habitación le colocó encima de un colchón, y que ayudado por otros compañeros le arrastró por el pasillo hasta el ascensor. Como pudieron, le metieron en el primer coche disponible y se fueron al hospital San Rafael, donde los médicos, tras ver la gravedad de la situación, reconocieron que no tenían medios para atenderle y les remitieron al Ibn Nafi. (...)

"Vamos a tener que amputarle la pierna", nos informa uno de los médicos que atienden a Couso, sin esconder la gravedad del estado del paciente, aunque mostrándose optimista. "Está en manos de Dios, pero creo que se salvará". Asumimos lo de la pierna como un mal menor y nos aferramos a la ilusión de que José va a seguir vivo. Nuestras esperanzas las refuerza Roland, que pasa por el hospital acompañado por un médico de la Cruz Roja que entra en el quirófano. También van llegando otros colegas. Unos pocos, pensando que ya tienen solucionada la crónica del día; la mayoría, sinceramente preocupados por lo ocurrido. El ambiente se enrarece. Ángeles y Alberto deciden irse de allí porque no hay nada más que puedan hacer; el cirujano ha anunciado que la operación va a durar por lo menos dos horas. Así que tienen tiempo de ir en busca de más noticias, siempre más noticias. (...)

Un viaje interminable

A las puertas del hospital, sentados en un murete que hay enfrente, Sistiaga, Antonio y el resto de los compañeros esperan también inquietos y sedientos de noticias sobre el resultado de la operación. Al rato, Ahmed, que no se ha separado de ellos, les informa de que hace falta sangre. Couso es A+, como Antonio, que empieza a buscar otros colegas de ese grupo sanguíneo. Todos, incluso los que no son A+, están dispuestos a donar sangre no sólo para Couso, sino para quien la necesite. No hace falta. El banco de sangre sigue funcionando, sólo que está en la otra punta de Bagdad y hay que atravesar una ciudad en zafarrancho de combate. Pese al riesgo, salen voluntarios para llenar dos o tres coches, pero basta con uno. Fernando Matey, uno de los dos cámaras de Antena 3, ofrece su vehículo, que conduce Abu Ali, y a él se suben Ahmed, Antonio y Fran Sevilla, de Radio Nacional de España. Abu Ali toma una avenida paralela al río Tigris y todos comprueban que el viaje es mucho más peligroso de lo que habían pensado. En esa vía desembocan todos los puentes, y con los estadounidenses intentando cruzarlos, los accesos están cuajados de milicianos iraquíes y de voluntarios árabes aterrorizados; temen que de un momento a otro aparezca la máquina bélica de los invasores. Unos están apostados en sus blocaos de sacos terreros, otros se desplazan nerviosamente con los Kaláshnikov y los lanzagranadas a punto. "¡Poco a poco, Abu Ali!", ruegan los periodistas al conductor al acercarse a los cruces, preocupados porque la velocidad del vehículo pueda inquietar a los combatientes. "¡Acelera ahora, acelera!", es la consigna cuando les dejan atrás. Y así media docena de veces, empapados en sudor y con el corazón saliéndoseles por la boca. (...)

Aparcan junto al banco de sangre convencidos de que van a encontrar un centro deshecho y dudando además de que, después de veinte días de bombardeos y de miles de heridos, aún quede sangre en sus neveras. Para su sorpresa, cuando Ahmed dice "necesitamos dos bolsas de A+", los responsables del centro responden: "Ningún problema, ahora te las traigo". A pesar del sitio de Bagdad, lo poco que queda del régimen sigue funcionando. Ya con la sangre en su poder regresan al hospital. El camino de vuelta les parece una trinchera inacabable.

Su llegada coincide con la de Alberto y Ángeles. Mientras Ahmed entra con las bolsas, el resto de los colegas les recibe con una noticia: "El mando central estadounidense ha reconocido que han sido ellos quienes han disparado contra el Palestina". Ninguno de los tres salimos de nuestro asombro. Estábamos convencidos de que nos habían disparado los iraquíes, aunque discrepábamos sobre la intencionalidad. (...)

El anuncio de que la operación ha concluido con éxito nos devuelve a la realidad. Los médicos dicen que aunque Couso está muy grave, ha resistido. Piden que vayamos a la habitación, para que le ayudemos a salir de la anestesia. Parece lógico que le acompañe Jon, tal vez otro colega más, pero sin reflexionar acudimos todos en tropel, incluidos los guías y los chóferes. Jon le pide a Ángeles que se los lleve de allí. No tiene sentido que una veintena de personas entren en la unidad de cuidados intensivos. Ángeles mira a Alberto y ambos deciden regresar al hotel. Cuatro personas menos. Mientras, Jon se coloca al lado de Couso y le dice: "José, si me oyes, mueve la cabeza". Y Couso la mueve. Su gesto indica que está vivo, que va a salir de ésta. Un par de veces más, el herido, aunque tiene el rostro pálido como el papel de fumar, reacciona a la señales de Jon. Sin embargo, cuando sus compañeros ya dan por hecho que se va a salvar, todo se tuerce. De repente, José ha empezado a tener problemas para respirar. Como si se asfixiara, levanta exageradamente el pecho cada vez que tiene que tomar aire. Sus ojos se cierran y pierde la escasa conciencia que había recuperado. Los doctores ruegan a los periodistas que se vayan, que les dejen hacer su trabajo. (...)

El doctor Faisal, el cirujano jefe, sale a darles la noticia. "Hemos hecho todo lo posible, pero su amigo ha muerto", le comunica a Jon, quien, antes de que se le humedezcan los ojos, le da las gracias por su trabajo. También el médico está emocionado. Pero los periodistas ya no le ven. Ahora todo son lágrimas, abrazos desconsolados, maldiciones. "Puta guerra que se han inventado", escupe Antonio. Todos tienen clavados los últimos minutos de Couso. Se les hace muy extraño recordarlo allí, pálido y frágil, a él que era todo energía y buen humor. El gallego con las patillas más chelis de toda Mesopotamia era un tipo fuera de serie. Bajito, hiperactivo, guasón, José sufría cuando veía sufrir y nunca caía en el humor negro. Y de pronto nos hemos quedado sin él, sin Pepillo, sin Pepiño, sin Cousito, sin Cousiño, porque a José todos le queríamos tanto que no parábamos de inventarle nombres cariñosos.

Un carro de combate estadounidense delante del Palestina, el hotel donde un proyectil mató al cámara español José Couso.AFP

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