Tribuna:

Palabra de Dios

El artículo de prensa no es sólo un arabesco intelectual. Es la colaboración en la que alguien enjuicia y acomete la actualidad sometiéndola a escrutinio, pronunciándose y exponiéndose. El artículo de periódico, insisto, no es un mero ejercicio de estilo, una exhibición improductiva y brillante de recursos atesorados, mera pirotecnia verbal que aturde y no enseña. De hecho, la prosa campanuda y el énfasis metafórico pueden conspirar contra el examen, contra la peritación: al concentrar la atención del lector en la expresión y no en el referente, los objetos se desvanecen y de ellos se enseñore...

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El artículo de prensa no es sólo un arabesco intelectual. Es la colaboración en la que alguien enjuicia y acomete la actualidad sometiéndola a escrutinio, pronunciándose y exponiéndose. El artículo de periódico, insisto, no es un mero ejercicio de estilo, una exhibición improductiva y brillante de recursos atesorados, mera pirotecnia verbal que aturde y no enseña. De hecho, la prosa campanuda y el énfasis metafórico pueden conspirar contra el examen, contra la peritación: al concentrar la atención del lector en la expresión y no en el referente, los objetos se desvanecen y de ellos se enseñorean la palabra y el corsé verbal. Incluso la cursilería es el riesgo, el peligro de incurrir en el esmero enfático de la voz. Por eso, con sentido común y con sensatez, el lector corriente podría preferir el artículo urgente menos brillante, aquel que no hace de la apelación narcisista su único recurso ni de la expresión satisfecha su sola meta; y podría optar por el examen acuciante de lo que nos rodea, una iluminación de dudas, un modo de interrogarnos y de proponer respuestas, siempre provisionales, siempre parciales, siempre inciertas. Un exceso de culturalismo o de ocurrencia metafórica nos hace incurrir en el fracaso verbal o en la monumentalidad.

Los mejores artículos que leemos en la prensa son, por supuesto, una forma del pensamiento urgente, de operar intelectualmente en un mundo de incertidumbres; son un modo de examinar aquello que irrumpe todos los días y que nos incomoda; son, incluso, una manera de arrojar luz sobre lo que los contemporáneos no ven, sobre lo que se obstinan en no ver, acuciados como están por sobrevivir. Los mejores articulistas son aquellos que no dan por obvias las cosas, aquellos que no se resignan a los parecidos de familia y que nos obligan a mirar de otro modo ese mundo de evidencias de que nos rodeamos. Desfamiliarizar es la palabra. Tratar los objetos del presente como si éstos no los entendiéramos del todo, como si esas cosas que nos pasan tuvieran aún un residuo indescifrable y algo de misterio que oponer. El buen articulista es como un esmerado historiador o como un perspicaz antropólogo: alguien que accede a un mundo extraño del que le separan un abismo cultural y un lastre histórico, alguien que debe esforzarse por comprender y luego por traducir a otras palabras. Los artículos que toman este o aquel objeto como una parte ignota del mundo, como un dato oscuro a explorar por parte de un observador que se conmueve, suelen ser extraordinariamente útiles y reveladores: hay alguien que se esfuerza, que se empeña en dar con el significado de las cosas, en conjeturar su sentido, sabiendo que esa tarea es iluminación y autoexamen que precisa la palabra exacta y minuciosa.

Las mejores piezas que todos recordamos acaban siendo ensayos, breves ensayos, y participan en chiquitito de los rasgos y de las convenciones que afianzan ese género mayor. En el ensayo y, por tanto, en el articulismo, debe haber siempre un observador, alguien que mira y se revela, un yo que se muestra parcialmente y que nos sirve de guía y dirección en el enredo del mundo. No tiene por qué expresarse en primera persona ni tampoco tiene por qué hablarnos impúdicamente de sí mismo, mostrando sus vergüenzas o exhibiendo sus logros. Pero siempre hay alguien al que vemos implicado en lo que dice, en lo que nos muestra, en lo que describe y en las opiniones que arriesga y con las que se compromete. Ese observador no suele hablar con expresiones apodícticas, con la contundencia expeditiva y terminante de quien tiene la solución y de quien está convencido de la verdad de lo que defiende. Ese observador sabe que no hay nada que él pueda terminar, que él pueda acabar con la lógica de la ciencia. Al menos, eso se da entre quienes mejor han cultivado el género. Por dicha razón, el articulista que habla, que se arriesga, suele hacerlo con tiento, con dudas incluso, resignándose a un diagnóstico provisional, sabiendo que el cuadro del mundo que nos presenta sólo es un fragmento de realidad, una porción escasa e insuficiente de esa vasta realidad que enfrenta. No significa esto que no tenga ideas o convicciones ni que se apee de sus principios, significa sólo que el articulista -como quien cultiva el ensayo- no cuenta con todos los recursos, que es sólo un observador inquisitivo al que le faltan conocimientos definitivos que completen un examen exhaustivo. Es decir, el artículo de prensa es provisional por naturaleza, por convención de género, y debe ser así, porque una explicación satisfactoria de las urgencias del presente no puede demorarse en espera de mayores informaciones. Por eso, precisamente, las mejores muestras del articulismo y del ensayismo son muy útiles para los contemporáneos: son como destellos, como iluminaciones, para quienes no pueden aguardar la erudición del científico, que suele llegar tarde o incluso que a veces no llega nunca. Por eso, precisamente, las mejores piezas son pensamiento, un ejercicio de la reflexión y del coraje.

Ustedes habrán leído en estas páginas los recientes artículos de Manuel Tarancón y José Manuel García-Margallo y Marfil. Son textos de celebración de lo propio (el milagro de la sucesión) o de inculpación de lo ajeno (la obstinación crítica de la oposición), discursos enfáticos y autorreferenciales, munición de combate con que iniciar la próxima campaña bélica (perdón, electoral). O incurren en la metáfora beata más rancia o, simplemente, proclaman las virtudes del poder frente a la ceguera de sus oponentes. El articulista común hace un esfuerzo de composición y de escritura, de creatividad y de ingenio, aunque sólo sea para atraer la atención de un lector saturado, de un lector probablemente desinteresado, indiferente ante la balumba de papel impreso y de palabras. La buena prosa es un reclamo, qué duda cabe, para despertar y para deleitar a ese público aturdido por la ansiedad de la información. Pero el buen artículo no es el cultivo de la escritura relamida, como cree García-Margallo, ni tampoco el manifiesto obvio que pregona la bondad de quienes disfrutan del poder, como se empeña Tarancón. El buen artículo comprime, abrevia y comunica, reduce el mundo a unas pocas y exactas palabras, un minucioso cuadro verbal. En la prosa confesional y declamatoria de García-Margallo y Tarancón, hay ganga, pirotecnia y autobombo. Arrecian las palabras, comienza el otoño. Habrá que ponerse a cubierto.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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