LA CRÓNICA

Contradicciones de Renfe (y de la vida)

Acabo de despertarme titiritando, con la garganta dolida. Estoy a la altura de Granollers. Llevo casi dos horas encerrado en este tren, en mangas de camisa, sometido a un aire acondicionado inmisericorde. Mi vecina duerme. Es casi una anciana. Previsora: con la rebequita puesta, me ha contado todos los detalles de la operación de pulmón que le practicaron la semana pasada a su marido en un hospital barcelonés. Ayer ella durmió en su casa de Caldes de Malavella. Tenía que lavar la ropa y arreglar unos papeles. Sufre por el esposo, que está muy débil en un hospital extraño, sin compañía. "Voy a ...

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Acabo de despertarme titiritando, con la garganta dolida. Estoy a la altura de Granollers. Llevo casi dos horas encerrado en este tren, en mangas de camisa, sometido a un aire acondicionado inmisericorde. Mi vecina duerme. Es casi una anciana. Previsora: con la rebequita puesta, me ha contado todos los detalles de la operación de pulmón que le practicaron la semana pasada a su marido en un hospital barcelonés. Ayer ella durmió en su casa de Caldes de Malavella. Tenía que lavar la ropa y arreglar unos papeles. Sufre por el esposo, que está muy débil en un hospital extraño, sin compañía. "Voy a llegar tarde, y el cirujano ya habrá pasado. ¿Cómo sabré si mi marido reacciona bien a la operación? ¿Por qué anuncia Renfe que los retrasos son de 20 minutos, si ya llevamos 25 y estamos a medio camino?". La mujer finalmente se ha dormido. Ahora el retraso es ya de unos 30 minutos. El revisor está pasando. Un joven melenudo pregunta en francés por el horario. El revisor dice que no le entiende. Despierta a mi vecina para marcarle el billete. Ahora está multando a una señora que viaja con su nieto. "Tengo la tarjeta dorada, pero la he olvidado en casa", suplica ella. "Debería usted llevarla encima". Mientras el revisor avanza, impasible el ademán, me pregunto por qué después de tantos años de democracia, algunos (demasiados) empleados de Renfe siguen recordando a los agrios funcionarios franquistas. Ciudadano ingenuo y partidario de la cordialidad social, uno agradecería que el revisor pronunciara algo, nada, una pequeña frase ritual, sobre las obras que causan los retrasos. Una fórmula amable. Algo así como "Sentimos el retraso, son causas de fuerza mayor". Pero el revisor no dice nada. Da la vuelta al billete (que hemos pagado al precio de un tren puntual) a la espera de encontrar algún fallo. "No ha pasado usted por ventanilla". "¿Cómo?". "Que tenía que pasar por ventanilla, que esta vuelta se realiza en día distinto al de la ida". "¿Cómo?". "Que tiene usted que pagar de nuevo el billete". El rictus severo y la jerarquía invertida: el usuario está siempre bajo sospecha.

No todos los revisores son agrios. Los hay muy simpáticos. Mi favorito es un lector voraz, con un gusto exquisito: es fan de Magris

Por fortuna, no todos los revisores son agrios. Los hay simpatiquísimos. "Buenos días". A cada usuario. Uno por uno. "Buenas tardes". Mi revisor favorito es un lector voraz. La última vez que coincidimos estaba entusiasmado con los hermanos Karamazov. Tiene un gusto exquisito: es admirador de Claudio Magris. Una vez discutimos durante media hora sobre qué libro es más impresionante. Si el colosal Danubio, un viaje a lo largo de la historia y las culturas de Centroeuropa; o el sutil Microcosmos, la misma mirada inteligente y delicada de Magris, la misma erudición, pero proyectadas sobre pequeños escenarios de la montaña eslovena o piamontesa.

Ayudo a descargar los fardos de mi vecina, que está desolada. No podrá hablar con el cirujano. Hemos llegado al apeadero del paseo de Gràcia con 46 minutos de retraso. El choque entre el frío del vagón y el calor de la estación es inefable. También chocamos con la multitud que espera otros trenes. El aire es aceite. Esto no es una estación, es una lata de sardinas. El despacho de atención al viajero está cerrado. En las ventanillas expenden un certificado del retraso. Pido el mío. "El tren número... procedente de Girona y con destino a Barcelona ha efectuado su entrada en estada estación a las 9.35 con 45 minutos de demora sobre su horario previsto". Pregunto por el encargado de atender al viajero. Lo buscan. Llega al cabo de ocho minutos. Es una mujer joven, de pelo rojizo. Pregunto: "Por qué anuncia Renfe que los retrasos en la línea Portbou-Girona son de 20 minutos si en realidad son de 45?". Responde: "Tendría que ir a la estación de Sants". Pregunto: "¿Por qué en Renfe siempre le dicen al usuario lo que tiene o no tiene que hacer?". Superadas las suspicacias, tenemos una charla bastante amigable, cuyo resumen es: ella no puede decir nada; es una mandada. Tiene sus opiniones pero se las reserva.

Horas más tarde, estoy en la estación de Sants. Antes de tomar el tren de regreso, paso un rato en la oficina del cliente. La chica que filtra la entrada se ofende cuando le digo que quiero preguntar sobre los retrasos. "¡Los causan las obras, se ha dicho mil veces!". En el mostrador me atiende una mujer. "Los retrasos (habla como una maestra) son debidos a las obras". Lo sé, replico, pero mi pregunta es: ¿por qué Renfe afirma en sus comunicaciones que los retrasos serán de 20 minutos cuando son de 45? "Es por las obras, repite ella". Tres o cuatro veces repetimos pregunta y respuesta. A modo de despedida, digo: es inevitable deducir que Renfe engaña a la opinión pública. Ella sonríe y con la cabeza lo niega. Es una empleada fiel y eficaz. Aguanta con estoicismo, sin perder la compostura, técnicamente adiestrada para simular cordialidad. A años luz de la añeja acritud de algunos empleados, más acorde con las normas de comunicación social modernas: una sonrisa y mucha paciencia campean cualquier temporal.

Subo al tren. Un grupo de niñas riendo sin parar consiguen contagiar la sonrisa a todo el vagón. Ríen los blancos caseros, los negros emigrantes y los turistas recién tostados. Yo disfruto con la formidable saga judía de I. B. Singer: La casa de Jampol (Debate). Es mi recomendación veraniega. Y en el asiento anterior alguien devora Los detectives salvajes (Anagrama) del añorado Bolaño. Se recomienda solo. El aire acondicionado funciona sin exagerar. Un revisor se sienta a mi lado y abre EL PAÍS. Atravesamos la zona de obras lentamente, pero sin pausas. Al llegar a Sils, espectáculo: un par de avestruces, supuestamente escapados de una granja, se están dando un garbeo por la estación rodeados de municipales y mossos. En Girona, al bajar, saludo a Pere Gratacós, flamante entrenador del Barça B, que sigue hasta Figueres. Por ceder su asiento a una anciana, ha viajado durante un buen rato de pie. Tan sólo 10 minutos de retraso sobre el horario previsto. La vida no es tan fea.

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