Columna

El perdón

Arrodillado a cara descubierta ante el cura, el asesino confesó: "Padre, me acuso de que he matado a un hombre". El asesino se mostraba arrepentido y el cura lo absolvió, después de imponerle una penitencia muy asequible. Pese a lo grave de la situación, se trata de un hecho codificado. El criminal salió de la iglesia con la conciencia limpia, sin nada que temer por parte de Dios, que ya le había perdonado, aunque en ese momento la policía iba detrás de sus huellas. Poco después este sujeto volvió a la iglesia y, lleno de congoja, ante el mismo cura sollozó: "Padre, me acuso de que he matado a...

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Arrodillado a cara descubierta ante el cura, el asesino confesó: "Padre, me acuso de que he matado a un hombre". El asesino se mostraba arrepentido y el cura lo absolvió, después de imponerle una penitencia muy asequible. Pese a lo grave de la situación, se trata de un hecho codificado. El criminal salió de la iglesia con la conciencia limpia, sin nada que temer por parte de Dios, que ya le había perdonado, aunque en ese momento la policía iba detrás de sus huellas. Poco después este sujeto volvió a la iglesia y, lleno de congoja, ante el mismo cura sollozó: "Padre, me acuso de que he matado a otro hombre". Dado el tono de voz, el criminal parecía muy compungido y, según los cánones, no había obstáculo para recibir de nuevo la absolución, si bien esta vez el confesor le acrecentó la penitencia: le mandó que encargara unas misas en favor del alma de este segundo finado. Era un asesino en serie que mataba por matar; para él todos los muertos eran el mismo muerto y jamás cometía ese mínimo error que espera la policía, pero con la víctima recién acuchillada sentía una pulsión inoculada de niño en la clase de Religión que le forzaba a correr hacía la iglesia para implorar el perdón de su pecado. Acababa de confesarse por quinta vez, puesto que eran cinco los cadáveres que el criminal había dejado atrás. A estas alturas de su carrera mortífera, la alarma social había congestionado todas las comisarías del país; no obstante, bajo el aroma de incienso en aquel templo, el asesino hallaba siempre la paz. Agazapado en el confesionario, el cura lo veía acercarse por la nave central con el rostro doliente que iluminaban los vitrales emplomados. Venía a limpiarse el alma después de haber lavado la navaja y el cura estaba condenado a perdonarlo. Pero una cosa es la vida de las personas y otra el sagrado derecho de propiedad. A la hora de confesar el sexto crimen, el asesino añadió que esta vez no había resistido la tentación de robarle a la víctima el Dupont de oro. El cura irguió el tronco dentro del cajón y advirtió al asesino que no podía absolverlo mientras no devolviera el encendedor a su propietario legítimo. No hubo pacto ni transacción posible. El asesino salió de la iglesia con todo el crimen a cuestas, y, no sabiendo a quién entregar el Dupont, su alma no hallaba sosiego, hasta que un día encontró la solución. Como para él todos los muertos eran el mismo muerto, se cobró la séptima víctima y sobre la herida mortal depositó el encendedor de oro y con esto se sintió perdonado.

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