Análisis:CAMPEONATOS DEL MUNDO DE NATACIÓN | Aguas abiertas

El milagro de la voluntad

Es invierno y Barcelona dormita. Apenas se ven coches en la ciudad. La gente camina tranquila. No hay prisas.. Es una mañana de sábado, una mañana para descansar. A pocos kilómetros, un grupo de chicas se ha reunido en la piscina cubierta del CAR de Sant Cugat. Lo hacen este sábado y todos los sábados. El lugar parece desolado. El calor es agobiante. La humedad trastorna a cualquiera. A nadie le apetece acudir allí una mañana de sábado. Pero allí están, en el agua, durante tres o cuatro horas, sin una queja, disciplinadas, minuciosas, convencidas de que el esfuerzo merece la pena. Y es un esfu...

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Es invierno y Barcelona dormita. Apenas se ven coches en la ciudad. La gente camina tranquila. No hay prisas.. Es una mañana de sábado, una mañana para descansar. A pocos kilómetros, un grupo de chicas se ha reunido en la piscina cubierta del CAR de Sant Cugat. Lo hacen este sábado y todos los sábados. El lugar parece desolado. El calor es agobiante. La humedad trastorna a cualquiera. A nadie le apetece acudir allí una mañana de sábado. Pero allí están, en el agua, durante tres o cuatro horas, sin una queja, disciplinadas, minuciosas, convencidas de que el esfuerzo merece la pena. Y es un esfuerzo brutal. Al borde de la piscina, Ana Tarrés, la entrenadora del equipo español de natación sincronizada, dirige la sesión sin perder detalle. Eso significa cazar errores, pulir detalles, buscar la perfección en los ejercicios de las nadadores. Una pantalla acústica, conectada a un loro, reproduce con insistencia obsesiva un pequeño acorde de dos segundos. Las nadadores mueven un brazo, o elevan sus piernas, o se giran. A Ana Tarrés no le gusta lo que ha visto. Les pide que repitan el ejercicio, y otra vez, y otra, hasta el agotamiento. No parece una mañana de sábado, pero así son todas. Y tienen que serlo porque esas nadadoras están decididas a conseguir algo grande. Se entrenarán cuatro horas los sábados y seis el resto de la semana. O diez si es necesario y se acercan los Mundiales. Cubrirán 4.000 metros tres veces a la semana para ganar fondo físico. Levantarán pesas en el gimnasio. Ensayarán ejercicios gimnásticos en el tatami. Y volverán al agua. Otra vez, las repeticiones. Ellas tienen que ser tan tenaces como brillantes para desafiar la lógica. Son una docena de nadadoras. No hay muchas más en España: alrededor de 500, de todas las edades. En Francia hay 12.000 federadas; en Estados Unidos, 5.000, como en Canadá o en Japón. Los números están contra las muchachas que se entrenan en esos sábados intempestivos. Pero qué les importa la lógica. Ellas quieren la gloria. Saben que los Mundiales de Barcelona pueden ser decisivos para ellas y para el futuro de la natación sincronizada en España. Tienen el espíritu de las pioneras y la excepcional voluntad de las deportistas españolas. Son como Arantxa Sánchez Vicario, o como Marta Domínguez. También ellas salieron de ninguna parte o de sus cercanías. No les ayudaba una tradición de éxitos, ni la cultura deportiva de un país que había dado la espalda a sus mujeres. Simplemente siguieron adelante, sorprendieron a los escépticos y se convirtieron en la bandera del deporte en España. Bandera que han seguido multitud de mujeres, con la misma firmeza, contra pronóstico. Pocas historias han sido más admirables en el deporte español que el éxito de este puñado de nadadoras en Barcelona. En silencio, fuera de los focos, día a día, en jornadas interminables, han conseguido un milagro.

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