Columna

Ruina mítica

La sociedad valenciana, en su mayoría, saludó con optimismo a Terra Mítica, un empeño voluntarista y algo atropellado que, aparte de hacer ricos a diversos propietarios de pedregales, venía a endulzar aún más la potente oferta lúdica de Benidorm, la capital europea del turismo de sol y de playa. La prodigiosa urbe que inventó el Mediterráneo a la americana con sus rascacielos blancos y sus discotecas al alba, su mar verdoso y limpio y su arena caribeña, sus calles californianas y sus paellas monumentales, su isla de cuento y sus esquiadores incansables, su chorro genésico y sus amores de orill...

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La sociedad valenciana, en su mayoría, saludó con optimismo a Terra Mítica, un empeño voluntarista y algo atropellado que, aparte de hacer ricos a diversos propietarios de pedregales, venía a endulzar aún más la potente oferta lúdica de Benidorm, la capital europea del turismo de sol y de playa. La prodigiosa urbe que inventó el Mediterráneo a la americana con sus rascacielos blancos y sus discotecas al alba, su mar verdoso y limpio y su arena caribeña, sus calles californianas y sus paellas monumentales, su isla de cuento y sus esquiadores incansables, su chorro genésico y sus amores de orilla, sus conciertos masivos y su bello desarraigo, sus quioscos babélicos y su tolerancia, sus templos y antros y sus restaurantes de los cinco continentes, no sé si también hay alguno de la Antártida.

En ese trepidante escenario se produce cada día un espectáculo interminable y popular. Interactivo. Una gran fiesta del mar y del asfalto, del sexo y del calor. La gente, infantil y levemente loca por las calles, gozosa de casi todo, se sienta en un banco o en una terraza y se dispone a disfrutar del secreto a voces de Benidorm, de su magia civil y pagana. Se abren bien los ojos y al otro lado surge el cine y el teatro, la impostura y la sorpresa, el desatino y el subidón y también una rauda melancolía. Uno mira pasar a la gente y no se cansa. Horas y horas para que desfile el mundo: los hombres vikingos y las mujeres en bikini, los cantantes horteras y los bailarines viejos, los turistas portugueses y los comerciantes del Sáhara, las matronas norteñas y los niños intemporales, el ruido de la risa y la velocidad de la noche, los autos descapotables y las timbas de trileros, los pedigüeños balcánicos y los veteranos de Afganistán, los mafiosos de Moscú y los estudiantes de teosofía, los curas réprobos y las mujeres de la vida, y en medio de ese derroche de anatomías y gestos, de indumentarias y lenguas, se hace muy cuesta arriba acercarse a los resecos desmontes de Terra Mítica, a sus atracciones en el desierto y a su calor desarbolado. Y es así como se afianza una ruina que puede acabar siendo mítica.

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