Columna

Los pies en la arena

Para dedicar yo también esta primera columna del verano a la Real Sociedad voy a empezar por las alturas, esto es, por la filosofía y los balcones. Disto mucho de ser una entendida en fútbol, y no sé hasta qué punto puede decirse que la Real sea un equipo modesto, de esos en cuya composición entran más ingredientes abstractos -imaginación, entusiasmo o placer- que puramente materiales. Pero es evidente que no se trata de uno de los más grandes, de esos equipos que siembran cada vez menos y recogen cada vez más -a golpe de talonario a menudo virtual- las mejores cosechas de otros. El ...

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Para dedicar yo también esta primera columna del verano a la Real Sociedad voy a empezar por las alturas, esto es, por la filosofía y los balcones. Disto mucho de ser una entendida en fútbol, y no sé hasta qué punto puede decirse que la Real sea un equipo modesto, de esos en cuya composición entran más ingredientes abstractos -imaginación, entusiasmo o placer- que puramente materiales. Pero es evidente que no se trata de uno de los más grandes, de esos equipos que siembran cada vez menos y recogen cada vez más -a golpe de talonario a menudo virtual- las mejores cosechas de otros. El concepto de la Real tiene que ver, en mi opinión profana, con un movimiento de dentro a afuera, con sacar lo propio; el del Real Madrid con lo contrario, con un esfuerzo de fuera hacia dentro, con meter lo ajeno.

Decía Julio Cortázar que la esperanza es "la vida misma defendiéndose". Pues bien, el que dos equipos filosóficamente tan distintos se hayan tuteado hasta el final me parece una noticia esperanzadora, el fútbol mismo defendiéndose, devolviéndose justicia deportiva y emoción por la vía de recordarnos que las empresas humanas son imprevisibles; que mayor fama no es mayor talento; que la grandeza es como la felicidad, incontrolable y efímera; que un equipo no es una suma de absolutos sino una multiplicación de relativos; y que no es dinero todo lo que reluce.

Los balcones merecen un capítulo aparte. Por toda la ciudad se ha visto la bandera txuri-urdin en ventanas, terrazas, balcones, altos y altillos, tejados, mástiles, postes y farolas, tarimas y baldas. Donostia parecía, y aún parece, una de las obras del artista búlgaro Javacheff Christo, una ciudad envuelta en rayas blanquiazules. Y mientras esa tela literal unía a la ciudad por arriba, la Real Sociedad -y subrayo esta segunda parte del nombre del equipo- era también el hilo metafórico que cosía a la ciudad por debajo, en la calle, el trabajo, el transporte o la compra.¿Qué ha hecho?, ¿Cómo van?, "Bat, bi iru, lau" o "Aúpa Real" preguntaba o gritaba cualquiera, y cualquiera respondía o se sumaba al canto y luego al brote de conversación y más tarde a una despedida que siempre era con saludo. Neófitos y veteranos, iletrados y expertos, tirios y troyanos, hombres y mujeres hemos hablado del tema, en una transversalidad prácticamente unánime que merece mucho más que respeto en un país donde la actualidad la marcan casi siempre las divisiones; y que merecería, por la misma razón, un análisis político-social detenido, ambicioso y desprejuiciado.

Pero una no sería lo que es si en este estadio de la columna no dejara por fin las alturas del fútbol y empezara -sin cebarse por esta vez, para no empañar la alegría que la Real ha puesto en el cuerpo social, ni aguar esta fiesta por una vez mestiza- con el repaso de por lo menos una de sus bajuras. Una bajura que es de principio, de base, como todo lo que tiene que ver con la infancia. Que, por referirse a la infancia, puede ser terrible aunque parezca inofensiva. Y que represento ahora con la imagen de unos pies pequeños metidos en la arena, porque ese es el terreno de juego emblemático de nuestro fútbol escolar.

Contra el que tengo serias objeciones que, para no subir el tono de estas líneas, voy a resumir y a enunciar en forma de pregunta: ¿no sigue siendo el fútbol uno de los principales factores de discriminación y de exclusión entre los niños, no sólo desde la perspectiva de género, sino también de afición o de aptitud? Lejos de su enunciado teórico de escuela de compañerismo y de horizontalidad, ¿no es una cantera de rivalidades y jerarquías? ¿Es positivo que reciba una trato abrumadoramente privilegiado frente a otros deportes? ¿Y que a un niño se le inculque que es "malo" o carne de banquillo sólo porque no juega bien a eso? ¿O que es "raro" porque no le gusta ese deporte? ¿Es tolerable que el público de los partidos infantiles se comporte como en un campo de verdad, criticando y metiendo presión? ¿Incitando a los niños a actuar como adultos a escala? A alimentar las mismas ambiciones y a padecer las mismas frustraciones ¿disparatadas?

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