Columna

Tamayo

La última vez que vi a Eduardo Tamayo iba acompañando a Simancas. Estaban en Rascafría durante la campaña electoral y coincidimos bajo la gran carpa que acogía la Feria de la Sierra Norte. Tamayo caminaba junto a Rafael Simancas esforzándose en acapararle y dándole coba de esa forma ignominiosa en que hacen la pelota quienes no tienen química con el adulado. Me tendió la mano inmediatamente después de que lo hiciera el candidato del PSOE e incluso bromeó ostentando un tono de familiaridad desproporcionado para nuestro nivel de relación. Conocí a Tamayo un par de años antes por un asunto feo. F...

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La última vez que vi a Eduardo Tamayo iba acompañando a Simancas. Estaban en Rascafría durante la campaña electoral y coincidimos bajo la gran carpa que acogía la Feria de la Sierra Norte. Tamayo caminaba junto a Rafael Simancas esforzándose en acapararle y dándole coba de esa forma ignominiosa en que hacen la pelota quienes no tienen química con el adulado. Me tendió la mano inmediatamente después de que lo hiciera el candidato del PSOE e incluso bromeó ostentando un tono de familiaridad desproporcionado para nuestro nivel de relación. Conocí a Tamayo un par de años antes por un asunto feo. Fue tras recibir el soplo sobre una oscura operación en la que estaba supuestamente implicado un miembro de la Administración autonómica muy enfrentado por motivos personales, y probablemente económicos, con el diputado socialista. Eduardo Tamayo soltó en aquel entonces todo lo que sabía articulando una denuncia bastante consistente. Me sorprendió entonces que los responsables de su grupo pusieran sordina a las acusaciones y que el propio Tamayo cortara el tema en seco. Nunca logré saber a ciencia cierta qué había ocurrido pero, según me contaron después, alguien del PP logró parar el asunto. Ignoro si esa neutralización fue el fruto de la amenaza de airear los trapos sucios del acusador o de un acuerdo ventajoso para uno y otro.

Lo cierto es que desde entonces, y al menos para mí, ya estaba bajo sospecha el personaje que esta semana ha convulsionado la vida política de Madrid. La enorme trascendencia de lo sucedido el martes en el Parlamento autonómico alimenta la esperanza de que esta vez podamos enterarnos de las causas que han motivado tan abyecta y descarada traición. Parto de la base de que las razones argumentadas por el principal protagonista de la felonía no resisten el más mínimo embate de la lógica. Ni Tamayo ni su compañera de perfidia se ausentaron del pleno constitutivo de la Cámara autonómica por su desacuerdo con el hipotético acuerdo de gobierno que Simancas negociaba con Izquierda Unida. Es más, creo sinceramente que a ambos personajes les importaba un pimiento que el PSOE pactara con Fausto Fernández o con el mismísimo diablo. Tampoco se sostiene la teoría del "calentón" expuesta y defendida por José Luis Balbás, el hasta ahora cabecilla de los llamados renovadores por la base, a la que pertenecían los desleales. Balbás manifiesta que los constantes agravios sufridos por Eduardo Tamayo y, en concreto, la denuncia del marido de la diputada Ruth Porta al Comité de Ética del PSOE por sus actividades profesionales y mercantiles han terminado por hacerle estallar. Todo es posible, pero personalmente no gozo de la suficiente ingenuidad para creerlo. Ni Tamayo ni María Teresa Sáez, alias La muda, mostraron en la mañana del martes ningún gesto de indignación, no expresaron a la dirección del grupo ninguna queja, ni plantearon reclamación alguna. Objetivamente, si hay algo que está claro es que la decisión de marcharse la tenían meditada de antemano y que no hicieron el menor intento de que les persuadieran de lo contrario. Siento decir que el escenario y los personajes invitan a pensar en lo peor. Es casi imposible no deducir que ambos diputados electos han sido vilmente sobornados para evitar que la Comunidad de Madrid sea gestionada por la izquierda.

Puede haber gente del PP implicada, pero creo conocer lo suficiente a Esperanza Aguirre y a sus colaboradores más próximos para descartar categóricamente cualquier relación con el asunto. Todo parece indicar que unos cuantos golfos encaramados a la política y algunos empresarios de medio pelo aunque con altos intereses en la especulación del suelo, se han conjurado para defender sus negocios por encima de la voluntad popular. Después de este repugnante escándalo, gobierne quien gobierne en la Comunidad de Madrid tiene ante la ciudadanía la obligación moral de identificar y desbaratar los fabulosos negocios que esos mafiosos temían perder por el resultado de las urnas. Los partidos son responsables de quienes meten en sus listas y han de hacer, especialmente el PSOE, examen de conciencia por consentir que se les cuelen elementos indeseables aprovechando la negociación de apoyos en sus luchas intestinas. La ética debe ser prioritaria en política y para ello hay que dragar constantemente el fondo y no esperar a retirar la mierda cuando salga a flote.

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