Columna

Catástrofe

EN UNO de los maravillosos textos introductorios de W. H. Auden (1907-1973), ahora antológicamente compilados y traducidos al castellano con el título Prólogos y epílogos (Península), el célebre poeta, a propósito de una edición de las cartas de Van Gogh, nos advierte que éste en absoluto poseía esa íntima convicción de ser un mártir, cortado según el patrón que nuestra época ha diseñado del heroico artista doliente, sino más bien se avergonzaba de sí mismo y de sus colegas, porque, como dejó escrito, "no tenemos sensación de estar muriendo, pero sí sentimos la verdad de que somos de po...

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EN UNO de los maravillosos textos introductorios de W. H. Auden (1907-1973), ahora antológicamente compilados y traducidos al castellano con el título Prólogos y epílogos (Península), el célebre poeta, a propósito de una edición de las cartas de Van Gogh, nos advierte que éste en absoluto poseía esa íntima convicción de ser un mártir, cortado según el patrón que nuestra época ha diseñado del heroico artista doliente, sino más bien se avergonzaba de sí mismo y de sus colegas, porque, como dejó escrito, "no tenemos sensación de estar muriendo, pero sí sentimos la verdad de que somos de poca monta, de que pagamos un precio muy elevado por ser tan sólo otro eslabón en la cadena de artistas, en la salud, en la juventud, en la libertad, ninguna de las cuales disfrutamos, tal como el caballo de tiro que lleva un coche lleno de personas que han salido a disfrutar de la primavera".

Cabe también salir al campo sin llevar a la espalda tan pesado lastre, pero eso nos exige la costosa renuncia de privarnos de nuestra gravedad, que con frecuencia es más infatuación psicológica que una ley física. En Camino del campo (Herder), Martin Heidegger, que escribió también un profundo ensayo sobre Van Gogh, confiesa que, cierta vez, la rememoración infantil del olor y la dureza del roble le revelaron la lentitud y la constancia con la que crece el árbol: "El roble mismo decía que sólo en un crecimiento tal reside lo que perdura y da frutos; que crecer es abrirse a la amplitud del cielo y al mismo tiempo arraigarse en la oscuridad de la tierra; que todo lo que es genuino prospera sólo si el hombre es a la vez ambas cosas, dispuesto a las exigencias del cielo supremo y amparado en el seno de la tierra sustentadora".

¿Por qué entonces esa impaciencia de Van Gogh por soltar las amarras que le ataban al suelo nutricio de la existencia y, libre de toda carga, hallar un sitio entre las estrellas? Para explicarnos el fondo paradójico de esta alma atormentada, pero sin perder de vista su fundamental anhelo de sencillez, Auden nos remite al final de la carta que el pintor llevaba en el bolsillo, aún sin franquear, cuando se disparó en unos trigales de Auvers, pues, en la última línea, mostraba la confianza de que algunos de sus lienzos conservaran "su calma incluso en la catástrofe".

¿Hay algo más impresionante para describir la belleza de un cuadro y, en general, el sentido paradójico del arte, que apelar a la calma incluso en la catástrofe? Al final del relato de su paseo campestre, Heidegger nos señala la lección del camino como la aceptación del gravoso don de la renuncia, porque "la renuncia no quita. La renuncia da. Da la fuerza inagotable de lo sencillo. El aliento hace morar en un largo origen". Quizá la precipitada marcha de Van Gogh fuera debida a que sabía que esa fuerza inagotable de lo sencillo moraba, encalmada, en su pintura, mientras que a él ya nada ni nadie le salvaban de la catástrofe.

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