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Ronaldo furioso

El Madrid había caído en su inevitable modorra muscular después del gol de la Juve. Paralizados por esa forma de borrachera que afecta indistintamente a los espíritus ultrasensibles y a los boxeadores tocados, sus jugadores trataban de volver al mundo: sacudían la cabeza para recuperar la lucidez mientras los muchachos de Lippi, con el uniforme lleno de sudor, grasa y linimento, hacían un enorme esfuerzo de concentración para mantener activa la maquinaria del equipo. Por un momento, aquello era la antigua contienda entre el sonido y el ruido y, a tenor de lo que veíamos sobre el campo, ...

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El Madrid había caído en su inevitable modorra muscular después del gol de la Juve. Paralizados por esa forma de borrachera que afecta indistintamente a los espíritus ultrasensibles y a los boxeadores tocados, sus jugadores trataban de volver al mundo: sacudían la cabeza para recuperar la lucidez mientras los muchachos de Lippi, con el uniforme lleno de sudor, grasa y linimento, hacían un enorme esfuerzo de concentración para mantener activa la maquinaria del equipo. Por un momento, aquello era la antigua contienda entre el sonido y el ruido y, a tenor de lo que veíamos sobre el campo, las piezas musicales estaban cediendo ante las piezas de fundición.

En esto, Ronaldo se llevó la mano al bote de la pólvora; es decir, a determinado lugar de la pierna por el que pasan las cuerdas de la guitarra y la mecha de las bombas. Acto seguido, se fue cojeando.

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Hasta entonces había conseguido uno de esos goles suyos que solo pueden marcar las figuras del cuerpo de caballería. Desde las apariciones de Mario Kempes con las crines al aire no habíamos vuelto a disfrutar de esas llegadas de percherón en las que los defensas son atropellados y el portero acaba hecho un guiñapo en el corral del área. Luego, aguantó varios empellones y le entregó a Fernando Morientes un balón adelantado. O, mejor dicho, una especie de penalti en movimiento.

Al margen de su participación efectiva en el juego, durante toda la primera parte dejó la impresión de ser el dueño del partido: cuando le pareciera conveniente, volvería a tomar el mando de las operaciones, arrollaría a los centinelas y acabaría con la incertidumbre del forcejeo en una nueva galopada.

Pero, de pronto, se fue y algo parecido a un viento de depresión se extendió por el estadio. Hasta hace bien poco, el tal Ronaldo era para muchos espectadores casi un intruso, un usurpador de la esforzada gloria de Raúl. Mientras la estrella local se pasaba la vida importunando a los defensas centrales, él bostezaba, aflojaba su potente nuca y se tentaba los bíceps con la manifiesta languidez de un leopardo tendido a la sombra de una acacia.

Sin embargo, hoy sabemos que tan visible desgana es una superchería. Si como todos los caballos es capaz de desbocarse, como todos los felinos puede pasar de la indiferencia a la tensión en un gesto imperceptible. En realidad, disfrazado con su grasa, su carne y sus nervios, es un temible artefacto nuclear dotado de su masa crítica, su tensión interior y su fuerza explosiva.

Por eso, su ausencia abrió en el equipo y el Bernabéu un extraño vacío absorbente, un sumidero que se tragó de una vez el talento y el partido.

Y por eso en Turín hace falta Ronaldo. Ronaldo furioso, se entiende.

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