Columna

El nudo que enmudece

Me dieron que pensar las palabras con las que cerraba Gemma Zabaleta una reciente entrevista. Tras mostrar su desacuerdo con la ilegalización de Batasuna decía lo siguiente: "Esta posición es la más vulnerable porque ETA puede cometer mañana mismo un atentado y porque el PP la puede utilizar contra mi partido. Pero la pienso defender hasta el último minuto de mi vida política". Palabras que subrayan una convicción, pero que denotan también, y esto es lo que me hizo reflexionar, una tremenda tensión de fondo. En efecto, la referencia a la vulnerabilidad de su postura no creo que es gratuita, y ...

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Me dieron que pensar las palabras con las que cerraba Gemma Zabaleta una reciente entrevista. Tras mostrar su desacuerdo con la ilegalización de Batasuna decía lo siguiente: "Esta posición es la más vulnerable porque ETA puede cometer mañana mismo un atentado y porque el PP la puede utilizar contra mi partido. Pero la pienso defender hasta el último minuto de mi vida política". Palabras que subrayan una convicción, pero que denotan también, y esto es lo que me hizo reflexionar, una tremenda tensión de fondo. En efecto, la referencia a la vulnerabilidad de su postura no creo que es gratuita, y tengo la impresión de que es ella la que le obliga a reafirmarse de forma tan rotunda en sus conclusiones. La lucha contra el dolor -y quiero ser inequívoco en el uso de esta palabra-, sobre todo cuando éste amenaza con arruinar nuestra sincera reflexión, suele requerir ese tipo de reafirmaciones. Entre nosotros hay una zona de sombra del dolor que pocas veces suele ser tenida en cuenta, zona que algunos la ocupan de forma permanente pero cuyo soplo lo ha podido sentir, aunque sea de forma esporádica, cualquier persona con alguna proyección pública. No me estoy refiriendo a las víctimas ni a los perseguidos -estos ocupan la zona elocuente del dolor-, sino a personas que viven expuestas a una permanente zozobra de ánimo, derivada de la defensa de sus convicciones. No es insólito que esas personas sean además víctimas potenciales.

Puedo estar de acuerdo con algunas de las opiniones que Gemma Zabaleta vertía en su entrevista; no lo estoy, con claridad, con otras. Pero no tengo ninguna duda de la absoluta sinceridad y de la honestidad con que defiende las que son de mi buen parecer y las que no; tampoco albergo dudas sobre el derecho que esas ideas tienen, no ya a ser respetadas, sino a ser discutidas. No es ésta mi intención hoy aquí. Lo que me mueve no es el afán de polemizar con unas ideas, sino el de reconsiderar la sombría negación a que se ven sometidas algunas posiciones cuya legitimidad está fuera de toda duda. Posiciones expulsadas, de entrada, del ámbito de la reflexión y condenadas al anatema, señaladas como un estigma, nada más que eso, que puede ser utilizado para contaminar el ámbito en el que brotan y en el que quieren ser escuchadas. Me estoy refiriendo, por supuesto, a posiciones que manifiestan una inequívoca hostilidad hacia ETA, posiciones que, además, no son sospechosas de defender estatus de poder alguno. Hablo, seré más claro, de personas que defienden la Constitución y el Estatuto, pues de las declaraciones de Gemma Zabaleta no se puede concluir lo contrario.

El horror de ETA suele alcanzar también a la palabra. La afecta hasta el extremo de sumirla en la culpabilidad y la sospecha en cuanto pretende ir más allá de la condena categórica de la organización terrorista. Más allá del "No a ETA", es como si sólo cupiera el silencio para preservar la inocencia. Ignoro si la simple condena sería suficiente, expuesta de forma unánime, para acabar con esa organización; sí estoy casi convencido de que no es posible limitarse a ella. El objetivo de acabar con ETA ha requerido a lo largo del tiempo discursos y estrategias diversos, cuya sinceridad en su mayor parte no pongo en duda. Los va a seguir demandando mientras no veamos el final del túnel, aunque no quiero caer en la ingenuidad de considerarlos a todos igualmente válidos o acertados. Sin embargo, su mayor o menor acierto no los coloca de facto en el ámbito de la sospecha, sino que aquél ha de ser sometido al criterio de la razón y para ello lo que enuncia ha de ser previamente escuchado sin apriorismos que lo descalifiquen.

Me temo que no ocurre así en muchos casos y que se ha trazado un límite férreo entre buenas y malas posiciones, negándoles a las segundas todo viso de cordura y sometiéndolas a una manipulación maniquea que no es ajena a la lucha partidista. Denostadas de entrada como proclives al mal, sospechosas, se las carga de responsabilidad culpable en cuanto el mal acontece -el próximo atentado parece condenarlas o haber sido propiciado por ellas-. Ésa es su terrible carga añadida, frente a posiciones que jamás parecen responsables de nada. Sin embargo, treinta años de horror no creo que puedan librarnos de responsabilidad a nadie. La valentía exige asumirla. Exige también no dejarse someter al nudo del terror y de la sospecha y exponer nuestras propuestas al criterio de lo único que puede salvarlas: la honestidad y la razón crítica.

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