Tribuna:DEBATE | La transformación de las ciudades

Indiferencia civil y diferencias urbanas

En su poema El cisne, Baudelaire creó la mejor definición de la modernidad: "La forma de una ciudad cambia más deprisa que el corazón de un mortal". Antes no era así, pues las personas vivían tan poco que apenas podían percibir el cambio urbano. Y cada ciudad parecía eterna -recuérdese Roma-, como Saturno devorando las camadas de hijos que engendraba y adoptaba. Pero el impacto de la técnica moderna lo cambió todo, y especialmente la ciudad, ave fénix de carne y piedra cuya capacidad de regeneración -metamorfosis sin fin de autodestrucción creativa- se hizo cada vez más veloz. Baudelair...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En su poema El cisne, Baudelaire creó la mejor definición de la modernidad: "La forma de una ciudad cambia más deprisa que el corazón de un mortal". Antes no era así, pues las personas vivían tan poco que apenas podían percibir el cambio urbano. Y cada ciudad parecía eterna -recuérdese Roma-, como Saturno devorando las camadas de hijos que engendraba y adoptaba. Pero el impacto de la técnica moderna lo cambió todo, y especialmente la ciudad, ave fénix de carne y piedra cuya capacidad de regeneración -metamorfosis sin fin de autodestrucción creativa- se hizo cada vez más veloz. Baudelaire lo contempló en vivo cuando el bisturí urbanístico del barón Haussmann sajaba el viejo París, abriendo en su cuerpo palpitante las grandes arterias viales -los bulevares- diseñadas por Napoleón III. Pero donde mejor se advierte hoy es en Manhattan, cuyos rascacielos se calculan para durar 40 años -media vida humana actual-, a sabiendas de que caerán mucho antes para ser suplantados por otros.

Aunque ahora culpemos a la tópica globalización, ya llevamos dos siglos conviviendo con este vértigo urbano, que cada vez somos más incapaces de controlar porque los ediles lo explotan en interés de sus patrocinadores -los especuladores inmobiliarios-, y no en interés de los ciudadanos. Hace medio siglo, cuando la aceleración del desarrollo provocó el caos en las ciudades, se inventó el urbanismo, que con criterios tecnocráticos programaba una planificación estilo despotismo ilustrado. Pero tan bienintencionada uniformización se saldó con un fracaso. Entonces, Jane Jacobs lanzó ese romántico panfleto que fue Muerte y vida de las grandes ciudades, reivindicando la superioridad de la ciudad mezclada -plural y diversa, como producto espontáneo de la multiplicación de heterogéneos grupos humanos- sobre la ciudad planificada. Lo cual supuso a escala urbanística una defensa avant la lettre del actual multiculturalismo, que reivindica el reconocimiento del derecho a la diferencia.

Dado el clima de la época, el mensaje de Jane Jacobs halló amplio eco, animando la resistencia vecinal con airada movilización de movimientos ciudadanos contra la especulación inmobiliaria. Y el urbanismo a la defensiva dejó de legitimarse con la planificación para convertirse en nuevo paisajismo urbano -simbólico y cultural, o sea, escenográfico-, que con criterios de marketing representativo empezó a vender una doble estrategia: rehabilitación del centro histórico -con rentabilidad comercial y turística- y reordenación del extrarradio -con especulación constructora e inmobiliaria-, alumbrando mallas de autopistas periurbanas que enlazan nodos residenciales con nudos de servicios -macroparques temáticos y comerciales-. Es la espectacularización mediática de la ciudad, que la convierte en un híbrido de museo -con el Guggenheim como modelo- y de Disneylandia suburbana: un espejismo de ciudad rápida que camufla y encubre la clandestina realidad de la ciudad basura. Pero, aunque cambie la carrocería -antes tecnocrática, hoy escenográfica-, el motor del cambio urbano sigue siendo la especulación inmobiliaria, tal como demuestra la burbuja del Gran Madrid que ha inflado Ruiz-Gallardón.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Pero el espejismo de la ciudad globalizada sigue encubriendo tras su fachada la conflictiva realidad de las diferencias ciudadanas. En los años sesenta eran los inmigrantes de la España interior y del sur peninsular quienes abarrotaban las colmenas dormitorio que crecían como metástasis suburbanas, quedando el centro como escaparate representativo de la oligarquía financiera y la clase media franquista. Hoy, en cambio, el centro urbano se estanca, despoblado por el envejecimiento demográfico, mientras las periferias se segmentan, encabezadas por el noroeste de nuevos ricos y parejas jóvenes que huyen de las oleadas de inmigrantes, almacenados en las demás coronas orientales y sobre todo meridionales. Por lo tanto, las diferencias ciudadanas no hacen más que agravarse, creando fracturas y barreras civiles que abren múltiples líneas de conflicto (cleavages) por la redistribución de los cada vez más disputados recursos urbanos: vivienda, empleo, transporte, sanidad, educación y servicios sociales.

En su foucaultiano recorrido por la genealogía de la ciudad (Carne y piedra, Alianza, 1997), Richard Sennet observa que la utopía de Jane Jacobs sobre la fusión cívica de las diferencias urbanas nunca se cumplió en realidad. Ni siquiera en Greenwich Village, que pasaba por ser su sede natural. Pues, en lugar de la fusión ciudadana, que implica reconocimiento, compromiso y reciprocidad, lo que hay es indiferencia con la diferencia. O sea, mera coexistencia pacífica: proximidad desatenta, desapego cortés, yuxtaposición distante. Estrategias defensivas todas ellas -como demostró Goffman-, que buscan proteger el propio territorio al que se considera amenazado por la intrusión de los diferentes. Por definición etimológica, los habitantes de las ciu-dades somos ciudadanos civilizados, y por lo tanto no debemos demostrar hostilidad al extraño ni al diferente. Pero tampoco hospitalidad, pues eso sería propio de aldeanos, gente al fin y al cabo incivil, también capaz de expulsar y agredir. Así que, ciudadanía obliga, el civismo nos hace acoger al diferente civilizadamente: lo cual se traduce por ignorarlo como si fuera invisible.

Todo ello porque, si el cambio urbano crece linealmente, el conflicto urbano lo hace geométricamente. Este problema maltusiano determina que no podamos ser deferentes con los diferentes, sino sólo indiferentes. Y contra esto el urbanismo tecnocrático o escenográfico bien poco puede hacer. Pues para superar este problema irresoluble haría falta una voluntad a la vez política y colectiva que nadie, ni los líderes ni las bases -partidos, movimientos, asociaciones-, parece capaz de ofrecer. ¿Qué clase de voluntad? La de traducir las diferencias para poder comprenderlas, y así hacerlas reconocibles. Y eso exige no tanto políticos como traductores. Es decir, mediadores.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Archivado En