Columna

Jano, 4.03 Oma

Cuando se produjo el cierre del periódico Egunkaria, una de las razones que se esgrimieron en su defensa fue que defendía y reforzaba el euskera, uno de los símbolos de identidad más claros del pueblo vasco.

La lengua, en cambio, no es un símbolo por sí misma: es un medio que trasciende e incluye el símbolo. Transmite ideología, conserva la literatura o la tradición, identifica a la mayoría de los miembros de una comunidad, y su poder resulta incalculable. Pero sólo una visión nacionalista reducida contempla que la identidad de un pueblo se limite a la expresada en una única leng...

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Cuando se produjo el cierre del periódico Egunkaria, una de las razones que se esgrimieron en su defensa fue que defendía y reforzaba el euskera, uno de los símbolos de identidad más claros del pueblo vasco.

La lengua, en cambio, no es un símbolo por sí misma: es un medio que trasciende e incluye el símbolo. Transmite ideología, conserva la literatura o la tradición, identifica a la mayoría de los miembros de una comunidad, y su poder resulta incalculable. Pero sólo una visión nacionalista reducida contempla que la identidad de un pueblo se limite a la expresada en una única lengua.

El bosque, en el mundo simbólico, es el territorio mítico, el espacio de la mente en el que los héroes se adentran y se enfrentan a sus mayores miedos: el dragón, los ogros devoradores de carne humana, el abandono de sus padres o la noche. Cuando Agustín Ibarrola transformó el pinar de Oma en un bosque encantado, aludía precisamente a esa capacidad del espectador-caminante para moverse en dos planos: el físico, con los desniveles del terreno y el esfuerzo por descubrir nuevas formas según se avanza, y el imaginario.

Quienes llevaron a cabo la fechoría no son más que unos ignorantes con un exceso de agresividad que confunden con el valor
El bosque es el territorio mítico, el espacio de la mente en el que los héroes se adentran y se enfrentan a sus mayores miedos

En el bosque se recuperaba el miedo y la desorientación que provocaban los ojos de los árboles, por fin visibles en los troncos, o la sorpresa de encontrarse con una niña volando entre los troncos.

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Curiosamente, el otro elemento celebrado internacionalmente como un logro artístico, y que se ha convertido en símbolo del País Vasco, fue acogido en un principio con una hostilidad difícil de creer, y en estos momentos difícil también de recordar: me refiero, por supuesto, a museo Guggenheim, que unía a su origen extranjero una originalidad de formas que ofendía, al parecer, el espíritu tradicional y poco cultivado de cierta gente. O tal vez sólo se debiera a una oposición por inercia.

El nuevo ataque a la obra de Ibarrola demuestra no sólo la impunidad con la que estos actos se realizan sino también el criterio de los vándalos. No importa que el Bosque Pintado sea uno de los focos turísticos de la región, y que represente la belleza y la sensibilidad artística del País Vasco.

No reparan en que la tala anterior y el ataque presente puedan dañar un pinar de su tierra, ni tampoco en el dolor y la humillación que infligen a un creador que, por su edad y su trayectoria, merece un respeto incuestionable.

El artista es vasco, la materia prima de la obra la proporcionó la naturaleza de la zona y el pinar sería reconocido en cualquier lugar como un símbolo de identidad vasca. Aún así, los tres elementos han de ser destruidos en los mismos planos en los que funcionan: físicamente, como los árboles, y en el nivel simbólico, con las amenazas a Ibarrola, con los baldazos que cubren las pinturas.

Los que directa o indirectamente alentaron el ataque al bosque manejan a diario símbolos, entidades abstractas e ideas legendarias como elementos dialécticos, y conocen bien el poder que esconden. Cuando atacan un símbolo que proviene de una tendencia distinta a la suya (Ibarrola es militante activo de ¡Basta ya!, entre otros movimientos cívicos) la realidad importa poco y cede paso a su propio código alegórico: así, Ibarrola es tachado de español, y accede por lo tanto a otro plano simbólico, el del nacionalismo más radical, en el que un vasco convertido en español ha traicionado a su patria, y por ese hecho merece la muerte. Un bosque tocado por la mano de un traidor ha sido mancillado, y no obtiene piedad.

Se produce por lo tanto una trasferencia curiosa de valores: el símbolo no es objetivo, sino que se carga de la connotación que un grupo poderoso, en este caso gracias a la violencia, le otorga. El símbolo global, el que reconoce toda la comunidad como propio, es rechazado por un sector que proyecta en el símbolo el odio que han provocado otros símbolos.

Es una maniobra común en tiempos de guerra, cuando se toma la parte por el todo, cuando se vengan las ofensas causadas por una comunidad con en el asesinato, la mutilación o la violación de uno de sus miembros, y que por tanto resulta aún más inquietante en el seno de una democracia

Quienes llevaron a cabo la fechoría no son posiblemente más que unos ignorantes con un exceso de agresividad que confunden con el valor.

Quienes trabajan actualmente con símbolos en Euskadi no admiten la convivencia de dos lenguas, de varias tendencias e ideologias políticas o de una pluridad de teorías sobre la identidad nacional, y ven en el bosque encantado el mayor de sus miedos: la posibilidad de una sociedad vasca multiforme, permeable, madura. Monstruos, dragones y padres de la patria perdidos.

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