Tribuna:

El hombre sin argumentos

Escribo este artículo tras escuchar las últimas intervenciones del debate mantenido el martes pasado en el Congreso. Sobre mi mesa está la portada de un periódico con la tristemente histórica foto de Bush, Blair y Aznar en las Azores, tras acordar, al margen de las leyes y las instituciones internacionales, iniciar un inmediato ataque a Irak. Recuerdo una célebre foto de Roosevelt y Churchill, también en pleno Atlántico, durante la II Guerra Mundial: nada que ver unos con otros. Quizás cuando este artículo se publique, los más sofisticados aparatos de guerra de toda la historia estarán arrojan...

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Escribo este artículo tras escuchar las últimas intervenciones del debate mantenido el martes pasado en el Congreso. Sobre mi mesa está la portada de un periódico con la tristemente histórica foto de Bush, Blair y Aznar en las Azores, tras acordar, al margen de las leyes y las instituciones internacionales, iniciar un inmediato ataque a Irak. Recuerdo una célebre foto de Roosevelt y Churchill, también en pleno Atlántico, durante la II Guerra Mundial: nada que ver unos con otros. Quizás cuando este artículo se publique, los más sofisticados aparatos de guerra de toda la historia estarán arrojando, aunque no lo queramos, en nombre de Occidente, miles de bombas sobre inocentes víctimas. El siglo XXI comienza mal, muy mal. Parece que no aprendemos de la historia del siglo pasado y que queramos repetir, aumentados, sus más crueles momentos.

El debate en el Congreso no ha aportado elementos nuevos y ha mostrado a un aislado presidente del Gobierno que contestaba a sus críticos como una pared de frontón rechaza las pelotas. Los representantes de los grupos parlamentarios, en el fondo, repetían todos lo mismo: no hay motivos suficientes para hacer una guerra, no ha habido agresión alguna que la justifique y la decisión tomada en las Azores vulnera la Carta de las Naciones Unidas. Las respuestas de Aznar desde el punto de vista político no eran convincentes y desde el jurídico carecían de fundamento. Incansablemente repetía que la acción militar sólo iba dirigida a derrotar al terrorismo y se hacía en estricto cumplimiento de la legalidad internacional.

Aznar es un buen parlamentario, y lo ha demostrado en muchas ocasiones, a veces contra todo pronóstico. El martes, en cambio, era un hombre triste, abatido, confuso, reiterativo y, a pesar de sus esfuerzos, vacilante. Era un hombre sin argumentos: ello se notaba porque los iba exponiendo con desgana y sin convicción alguna. Para persuadir hay que estar seguro de lo que se afirma. Aznar no logró persuadir porque los argumentos que utilizaba no eran los motivos reales de esta guerra. Éstos son mucho menos altruistas de lo que se dice y, por tanto, públicamente inconfesables: está en juego el dominio de una amplísima zona de reservas energéticas que abarca desde el centro de Siberia hasta Egipto, desde el Cáucaso hasta Afganistán. El acuerdo de las Azores no tiene nada que ver con los atentados de Nueva York. ¡Hasta su propio Ayuntamiento ha aprobado una moción pidiendo que la guerra no se hiciera en su nombre! Las palabras no convencen cuando el que las pronuncia no se las cree. Esta falta de convicción estaba en el trasfondo de la patética intervención de Aznar.

Tras varios meses de darle vueltas al tema, el ciudadano medio está más desorientado que nunca: ¿por qué España se ha implicado con un protagonismo tan relevante en esta guerra? A esta pregunta, Aznar no sabe ofrecer una respuesta creíble. A esta pregunta contestó, no obstante, Jeff Bush, hermano e hijo de presidentes, hace unas semanas: "España obtendrá beneficios insospechados". Pero la respuesta de este sheriff decimonónico tejano que gobierna en el Miami Beach del siglo XXI no puede ser aceptada por las personas decentes. Sangre inocente por beneficios económicos y políticos no es, afortunadamente, un argumento éticamente presentable ante la opinión pública española. Aunque quizás el hermano del presidente norteamericano desveló lo que el presidente del Gobierno español no se ha atrevido a confesar.

Así las cosas, con argumentos que no convencen, la actitud de España parece ser el mal cálculo de un Aznar ensoberbecido y aislado, quizás incluso dentro de su propio partido. Porque la torpeza del Gobierno al intentar vender la necesidad de intervenir militarmente en Irak ha sido excesiva: no previó la reacción contraria a la guerra de la opinión pública española; tampoco que la oposición a la misma de Francia y Alemania fuera en serio; fue poco hábil al anunciar de forma prematura el alienamiento incondicional con Estados Unidos; y se siguió equivocando Aznar al no aceptar, hasta hace pocas semanas, el debate parlamentario. Todos ellos son errores tácticos, de mal cálculo político.

Más graves son los riesgos de fondo que afronta Aznar. Distanciarse tan visiblemente de Alemania y Francia y aliarse tan estrechamente con Gran Bretaña sólo es explicable desde un escepticismo sobre la unidad europea que no se corresponde con el europeísmo de la opinión pública española. Ser atlantista no es necesariamente contradictorio con ser europeísta. Pero sí es contradictorio ser ambas cosas situándose incondicionalmente al servicio de Bush y de su banda de fundamentalistas y unilateralistas. Cada vez parece más claro que la crisis en la unidad europea que supone la actual guerra no es un efecto colateral sino uno de sus principales objetivos. Y ello puede constituir un error todavía mayor si pensamos que el radicalismo derechista de Bush puede muy bien ser, especialmente si la economía estadounidense no remonta el vuelo, un mero accidente en la historia norteamericana.

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A todo ello hay que añadir otras dos graves consecuencias de la actitud del Gobierno español: su responsabilidad en deslegitimar a la ONU, eje hasta ahora del derecho internacional, y la probable intensificación del terrorismo junto a la también probable desestabilización del frágil equilibrio de Oriente Medio a causa de la agresión contra Irak. No hay duda de que en estas posibles consecuencias hay graves riesgos. Todo buen político debe saber combinar, para alcanzar sus objetivos, el riesgo con la prudencia. ¿Ha sabido Aznar equilibrar debidamente ambas cosas o se ha situado imprudentemente del lado de unos gobernantes norteamericanos que han irrumpido en la historia cual elefantes en una cacharrería?

Todas estas preguntas se las formula el ciudadano y no obtiene respuesta. Más allá de las consideraciones morales sobre una guerra injusta - que los manifestantes, y hasta la Iglesia, han expresado con contundencia- el ciudadano tampoco alcanza a ver razones basadas en intereses sino, sobre todo, riesgos e imprudencia. Tampoco desde este punto de vista, Aznar ha aportado, hasta ahora, argumentos convincentes.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

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