Columna

Una noche con Salma

Pasé la noche del viernes con Salma Hayek. Estuvimos más de dos horas en penumbra, arrullados por corrillos mexicanos y terciopelo. Quizá la mística del encuentro la marchitaron los cientos de personas que, junto a nosotros, asistieron a la premier de Frida Kahlo en el cine Callao.

Aquella noche se vivió un desconcertante juego de espejos entre ficción y realidad, entre glamour y anonimato. Para empezar, mi propia entrada al cine supuso un cameo en el mundo de la farándula. Atravesar la puerta principal del cine engalanada de curiosos, focos, alfombra roja, guardias de seg...

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Pasé la noche del viernes con Salma Hayek. Estuvimos más de dos horas en penumbra, arrullados por corrillos mexicanos y terciopelo. Quizá la mística del encuentro la marchitaron los cientos de personas que, junto a nosotros, asistieron a la premier de Frida Kahlo en el cine Callao.

Aquella noche se vivió un desconcertante juego de espejos entre ficción y realidad, entre glamour y anonimato. Para empezar, mi propia entrada al cine supuso un cameo en el mundo de la farándula. Atravesar la puerta principal del cine engalanada de curiosos, focos, alfombra roja, guardias de seguridad y cámaras de televisión bastó para travestirme fugazmente en alguien falsamente admirado.

El vestíbulo del Callao se convirtió en una calle londinense gracias a la bruma de los marlboros, así que, nada más entrar, me acomodé en mi butaca aterciopelada y aguardé la función. En la pantalla proyectaban la entrada del público al cine. Entonces, la realidad de unos minutos atrás, el frío, los autobuses rojos, los andamios, se transformaron en una película. Contemplé cómo una chica que debía de haberse empollado 10.000 Lecturas y haberse sometido a un lobotomizador pase de las últimas temporadas de Con T de tarde y Sabor a ti distinguía al famoso y le instaba a posar durante unos segundos sobre un podio incandescente de kilovatios.

En la inmensa pantalla del cine todo el público que cruzaba la puerta de cristal parecía susceptible de subirse al estrado a forzar una sonrisa y desabrocharse el abrigo. El filtro de la cámara barnizaba lo proyectado de relevancia, vi como un señor con bigote que parecía un respetado cineasta o un académico de las letras debía enseñarle dos veces la invitación al guardián de la puerta (¿qué imagen tendría de verdad?).

Los famosos son más reales en la pantalla que en la realidad. Los hemos conocido pixelados y cuando se materializan no sólo nos decepcionan, sino que se traicionan a sí mismos. Pueden ser más guapos, más jóvenes o más delgados que en la tele pero, en cualquier caso, para nosotros la visión auténtica siempre será la primera, nuestro original será la copia brindada por la pantalla. La imagen vívida del famoso, mejorada o empobrecida, nos parece una falsificación, una burda reproducción del verdadero molde precintado tras el cristal del televisor. Marta Sánchez apareció ante mis ojos fijos en el cinemascope guapa y bronceada, no especialmente favorecida por su camisa-sábana, pero imponente. Unos segundos después me giré 180 grados para encontrarme a una chica bajita y con la permanente penduleante corretear por el pasillo como un fantasma de diseño.

Entonces llegó Salma Hayek. Descendió de un coche oscuro (todo esto lo vi proyectado) embutida en un vestido plateado y con el pelo recogido por varias horquillas. Firmó algunos autógrafos, posó para la prensa y se perdió del foco de las cámaras para cruzar la frontera fatal del vestíbulo y materializarse en la vida real. Pequeña, exuberante y culona se deslizó por el pasillo enmoquetado hasta la tarima a los pies de la pantalla donde pronunció algunas palabras. Parecía una simpática asistenta arreglada para un reality show (¿no era aquéllo un espectáculo de realidad?). Pero mientras que algún protagonista de Cuéntame o algún famoso inidentificable no recuperaron su halo en toda la noche, Salma se invistió el traje más favorecedor y mentiroso, el del celuloide.

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Durante la película, la actriz apareció, a pesar del afeamiento requerido por el guión, bella y sexy. Resultaba curioso pensar que el doble verdadero (o el falso) de la protagonista estaba sentado unas filas más atrás. Salma Hayek había pasado de ser ficción en la pantalla que retransmitía la llegada al cine a convertirse en realidad para luego sumergirse en la más profunda de las virtualidades. Además, tras más de dos horas siendo Frida Kahlo, ya ni siquiera me parecería que la estrella invitada fuera otra persona que la pintora del filme. Estuve ansioso por que acabase la película para volver a mirarla y completar así el frontón de perspectivas, el círculo de personalidades, para desvelar quién era esa chica y quién permanecería en mí, ¿la hiperficción de Frida, la imagen de Salma Hayek o la verdad de la asistenta con escote? Irrumpieron los títulos de crédito, estallaron los aplausos, se encendieron las lámparas. Miré nervioso hacia atrás. Salma había desaparecido.

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