Crónica:LA CRÓNICA

Ricos y pobres

Uno nace rico o pobre y, de no intervenir el azar, los juegos de azar, pocas veces logra cambiar su destino. Esta verdad de Perogrullo, combatida sin embargo por la falsa mística del self made man, fue escenificada el pasado martes por la noche en un teatro con un reparto integrado por 100 comensales que aceptaron el juego, lúdico y nutritivo, de participar en una cena en la que uno no sabía si le tocaría comer rico o comer pobre. "No hay moralina, esto es un juego", advertía antes el artista responsable de la movida, Daniel Spoerri, histórico representante del ...

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Uno nace rico o pobre y, de no intervenir el azar, los juegos de azar, pocas veces logra cambiar su destino. Esta verdad de Perogrullo, combatida sin embargo por la falsa mística del self made man, fue escenificada el pasado martes por la noche en un teatro con un reparto integrado por 100 comensales que aceptaron el juego, lúdico y nutritivo, de participar en una cena en la que uno no sabía si le tocaría comer rico o comer pobre. "No hay moralina, esto es un juego", advertía antes el artista responsable de la movida, Daniel Spoerri, histórico representante del nuevo realismo de los sesenta -una versión europea del pop art- que se inventó el eat art como manera de incorporar todos los sentidos al arte (no debe confundirse con Ferran Adrià ni con los otros insignes representantes de la nueva cocina). "Lo mío no es gastronomía, sino gastrosofía", indicaba un sonriente Spoerri, que con esta acción, ideada a principios de los ochenta y presentada antes en otros tres centros museísticos europeos, participaba en la exposición Banquete, que hasta el 23 de marzo se presenta en el Palau de la Virreina. Una exposición que, por cierto, reconoció que no ha visto porque no conmulga con la cultura del ordenador y el multimedia, los soportes mayoritarios de las obras exhibidas. "No entiendo cómo puede hacerse una exposición sobre comida computadorizada. A mí todavía me gusta tocar, ver y sentir". Pero bueno, esto es cosa de generaciones y, como él mismo dice, "el arte no existe, es sólo una manera de reaccionar a la época en que uno vive y somos nosotros los que marcamos la diferencia entre lo que es y no es arte". En fin, que si él pudo inventarse el eat art, entiende que otros puedan defender el computer art.

Cien comensales aceptaron el juego de asistir a un banquete en el que no sabían si tendrían cena para ricos o cena para pobres

Volviendo a la cena, para empezar, la entrada, numerada, valía 20 euros. Lo mismo para todo el mundo -aunque lo cierto es que más de la mitad eran invitaciones- le tocara lo que le tocara. La inocente mano de una niña echó los dados. Lógico. La performance se titulaba Un coup de dés, en referencia al famoso poema Una tirada de dados nunca abolirá el azar, escrito por Stephan Mallarmé en 1897. El azar quiso que la suma diera nueve, un número impar. Los que tenían la entrada acabada en impar serían, pues, ricos. Los pares, pobres.

En el interior del Mercat de les Flors, que éste era el teatro, cuatro largas mesas estaban exactamente divididas por la mitad. En una parte el mantel era de tela; la cristalería, fina; la vajilla, decorada, y unos pétalos de rosa adornaban la mesa. En la otra, el papel de estraza suplía el mantel, el agua estaba servida en recipientes de plástico y la vajilla podía ser superada incluso en cualquier todo a cien. Perdón, a 60 céntimos de euro. El adorno en este caso eran los tomates y los ajos que anunciaban el primer plato. Para los ricos, "pan con tomate deconstruido"; para los pobres, "pan de payés con tomate y ajo". Lo primero lo sirvieron uniformados camareros y consistía en una diminuta copa con un líquido rojo. Lo segundo tuvieron que preparárselo los comensales después de que unos mozos en mangas de camisa lanzaran un voluminoso pan sobre la mesa. Naturalmente, el vino de los primeros, de marca, se servía con escanciador, y el de los segundos en porrón. Y naturalmente, los segundos miraban con envidia a los primeros, que acompañaban con tablas de embutidos y queso este entrante. Y los primeros ansiaban el vino de los segundos, lo que demuestra que en las cosas del comer podrían ganar los pobres, pero en las de la bebida no hay discusión.

La cena siguió más o menos en la misma línea. A los ricos les sirvieron después ensalada de habas con menta y a los pobres habas a la catalana. A unos les tocó filete de lechal con pasta phyllo y a los pobres guiso de cola de buey. Para unos fue la espuma de crema catalana con perfume de mandarina y para los otros la crema catalana a secas.

En fin, como todo era bueno, puede decirse que el duelo, más que entre pobres y ricos, se estableció entre cocina popular y nueva cocina. Y aquí no parece que hubiera un ganador claro; al final las opiniones sobre este punto estaban divididas. Otra cosa era el envoltorio. Los camareros de uno y otro bando estaban aleccionados y sólo servían a los suyos. Mucho más serviciales y numerosos los de los ricos, claro, pero seguramente más simpáticos los otros. Como en la vida real, vamos.

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Lo que era menos real era el ambiente. Los comensales de uno y otro bando hablaban, reían, se intercambiaban chanzas, platos e incluso, a espaldas de los camareros, el vino bueno y el embutido. Nadie tenía intención de asumir como propio el papel que el azar le había otorgado y ni siquiera se molestaba en fingirlo. La escenificación era tan meridianamente clara y comprensible que no había lugar a la discusión. Pese a todo, la experiencia resultó divertida y jugosa. En su simpleza, daba que pensar. Todo un ejercicio de hiperrealismo antropológico que posiblemente daría para más sesiones que permitieran su acceso a un público más amplio. Seguro que, fueran ricos o pobres, no saldrían con hambre. Y esto ya es algo.

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