Columna

Telón

MIENTRAS EL estrépito de mil botellas descorchadas y la explosión simultánea de los fuegos artificiales llenaban de ruido y color la noche veneciana que saludaba alborozadamente el paso del 31 de diciembre de 1948 al 1 de enero de 1949, el pintor Vito Timmel (1886-1949) expiraba en el manicomio de San Giovanni, en la cercana Trieste. Educado en la Viena del Imperio Austro-húngaro (su nombre original, Vittorio Thümmel, se italianizó al instalarse en Trieste), la historia de este pintor se solapa, desde el punto de vista generacional y artístico, con quienes deberían haber sido sus colegas coetá...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

MIENTRAS EL estrépito de mil botellas descorchadas y la explosión simultánea de los fuegos artificiales llenaban de ruido y color la noche veneciana que saludaba alborozadamente el paso del 31 de diciembre de 1948 al 1 de enero de 1949, el pintor Vito Timmel (1886-1949) expiraba en el manicomio de San Giovanni, en la cercana Trieste. Educado en la Viena del Imperio Austro-húngaro (su nombre original, Vittorio Thümmel, se italianizó al instalarse en Trieste), la historia de este pintor se solapa, desde el punto de vista generacional y artístico, con quienes deberían haber sido sus colegas coetáneos, Kokoschka y Schiele, nacidos respectivamente en 1886 y 1890. Nuestro Thümmel o Timmel fue, no en balde, ocasional discípulo de Klimt, cuyo ardiente anhelo de monumentalidad admiró hasta el final, tal y como nos lo describe Claudio Magris en la pieza teatral titulada La exposición (Anagrama), en la que se recrea la voz del recién muerto como un monólogo de alma en pena en medio de la explosiva noche de fin de año, cuando todavía él se sigue despidiendo de la vida, rememorando, entre un coro de voces de sus contemporáneos supervivientes, la catástrofe de su existencia.

Aplastado por las quizá exageradas expectativas de su primera juventud artística, que le llevaron al aturdimiento alcohólico como aliviadero de la insoportable autocompasión, la tragedia que escenifica Timmel tiene que ver, en el fondo, con la soledad del creador contemporáneo, cuya existencia sólo cobra sentido mediante la exhibición de sus heridas. Huyendo del dolor, Timmel colecciona cicatrices en su tatuado cuerpo de ser autodestructivo, pero la peor llaga no la porta en su piel, sino en el alma, que arrastra la culpa de haber sacrificado a su amada esposa María, quien le acompañó en el descenso a los infiernos sin perder jamás la sonrisa que iluminaba su rostro. Un sacrificio el de ésta que no tiene parangón con Eurídice, sino con la Alcestes que muere por salvar de la aniquilación a su marido Admite, como nos recuerda el desesperado protagonista sobreviviente.

¿Qué es la soledad sino el sombrío diálogo con la muerte por parte de quien ha hecho del vivificante arte su razón existencial? Aunque no en un sentido anecdótico literal, hay, al menos, una poderosa analogía entre Timmel y Magris de naturaleza elegiaca, pero el autor y su portavoz escénico no ciñen su rabia al patético desahogo sentimental, sino que nos llevan, con inusitado coraje, a la oscura embocadura donde se cuece la pasión artística, ese infierno que nuestra sociedad ha convertido en delito y síntoma. Así y con todo, las últimas palabras del ensimismado Timmel no son de derrota: "Qué algarabía, todos se agitan, por nada, olvidada aventura..., han pasado años luz, giro con el eje terrestre en torno al sol, salen y se ponen astros, los colores del alba y de la noche, el sol, los soles sobre los muros...". Telón.

Archivado En