Tribuna:

Bienvenido, míster Marshall

El precio de la vivienda ha subido más del 50% en los tres últimos años. En la década de los ochenta, el 60% de las edificaciones tenían algún régimen de protección, y ahora apenas diez de cada cien. El número de viviendas construidas en el último año por encima de las necesidades de nuevos hogares es de un 152%. Son datos recientes del Banco de España.

En medio del debate abierto en torno a la carestía de la vivienda y al boom de la construcción, se han aducido razones diversas para justificar el supuesto apego a la propiedad de los españoles; no digamos ya en mi/nuestra querida...

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El precio de la vivienda ha subido más del 50% en los tres últimos años. En la década de los ochenta, el 60% de las edificaciones tenían algún régimen de protección, y ahora apenas diez de cada cien. El número de viviendas construidas en el último año por encima de las necesidades de nuevos hogares es de un 152%. Son datos recientes del Banco de España.

En medio del debate abierto en torno a la carestía de la vivienda y al boom de la construcción, se han aducido razones diversas para justificar el supuesto apego a la propiedad de los españoles; no digamos ya en mi/nuestra querida y herida Galicia del minifundismo y las partijas. Razones, como las meigas, "haber, hainas", algunas bien arraigadas en nuestra tradición edilicia. Ya las decimonónicas leyes de ensanche de poblaciones atribuyen al propietario del suelo la facultad de urbanizar, sentando una premisa discrepante con la tendencia de la legislación europea posterior, tal como ha señalado G. R. Fernández.

Las últimas disposiciones legislativas, sobre todo a partir de la Ley del Suelo del 98, han sido otros tantos proyectiles dirigidos a los fundamentos de la concepción de la ciudad. Veamos dos ejemplos: se propone que la mayor parte del suelo de un municipio, a través del plan general, debe estar en disposición de ser edificado en función de su potencialidad inmobiliaria y no tanto de las necesidades de crecimiento, de su orientación, etcétera, dándole de esta manera un golpe bajo al cometido del planeamiento. Segundo, a esa cantidad de suelo urbanizable delimitado, por arte de birlibirloque, se le atribuye el llamado valor residual, que es el que le correspondería si ya estuviese urbanizado cuando, por el contrario, los propietarios de suelo no han invertido, ni seguramente piensan hacerlo, un euro para ello.

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Pues bien, a pesar del liberalismo excesivo de las reformas, de la baja sustancial de los tipos hipotecarios, de los planes generales con ofertas masivas de suelo y de la construcción sin precedentes -500.000 viviendas al año, muy por encima de la demanda de segunda residencia y de alojamiento turístico-, no sólo no se ha conseguido bajar los precios, sino que éstos han seguido subiendo de forma descontrolada y como nunca lo habían hecho. Las teorías "clásicas" se desvanecen y, sin embargo, seguimos escuchando opiniones que reclaman más suelo y más ladrillo para que la vivienda sea razonablemente asequible. Hay que reconocer, con todo, que algunos Gobiernos autonómicos han introducido nuevas fórmulas de gestión que han conseguido ralentizar algo el incremento.

Mientras el resto de la Unión Europea invierte más en educación y cultura, investigación y desarrollo, innovación tecnológica, universidades, empresas punteras y en su capital humano, generando la nueva economía, en España buena parte del ahorro y la inversión se dirigen al mercado inmobiliario y a su corolario inmenso de infraestructuras: depuradoras, calles, parques, energía... Últimamente hemos oído hasta la saciedad que, como el mercado de valores va mal, el inmobiliario se convierte en refugio del capital. Con los datos citados y con una demografía estancada, salvo por la aportación de los inmigrantes, que participan escasamente de ese mercado, y con un turismo al que empiezan a aparecerle competidores inmobiliarios, resulta que una porción significativa de las viviendas, la más alta de Europa -según algunas estadísticas, supera ya el 16%-, quedarán desocupadas y, por lo tanto, con su ciclo económico finiquitado. Se puede concluir, pues, que si la bolsa va mal, la ciudad no va a ir mejor, porque se construirá sin la debida reflexión y, más pronto que tarde, la burbuja inmobiliaria podría empezar a desinflarse en las periferias urbanas, con consecuencias impredecibles.

Esta ciudad hiperconstruida y hecha deprisa puede tener, además, otras consecuencias preocupantes para nuestro futuro inmediato. Me viene a la memoria la excelente película de Berlanga y Bardem, cuyo cincuentenario acaba de celebrarse. La efeméride nos ha permitido enterarnos, entre otras cosas, de que la iglesia era de mentira, hecha a propósito para la película, como también era falso el pueblo andaluz improvisado por los vecinos para recibir a los americanos. Pero míster Marshall pasó de largo y al rato ya estaban desmontando el decorado. ¿Qué hicieron los vecinos de Villar del Río con todo aquel material de desecho? Del mismo modo, ¿qué hacer con el parque de viviendas deshabitadas que se deteriora? ¿Con qué presupuestos municipales se va a garantizar la calidad y el mantenimiento de los espacios públicos de urbanizaciones con pocos residentes? ¿Cómo proteger la seguridad de tanta población dispersa? ¿Cómo afrontar el problema territorial ocasionado al impermeabilizar tal cantidad de superficie? ¿Quién va a costear las infraestructuras para esa "metrópoli" crecida a campo traviesa, cuando las ciudades todavía no tienen las suficientes?...

El caso es que la población se ha sumado a un furor inmobiliario sin correspondencia con las necesidades reales ni con la disponibilidad económica familiar. Tanto es así, que cuando se compra una vivienda se piensa más en las "acciones de suelo" que se adquieren que en su organización, que sigue siendo tan conservadora como hace cuarenta años. Henos todos enfrascados en un gran juego de transacción de plazas de aparcamiento, pisos o adosados, hoteles, residencias de la tercera edad, fondos inmobiliarios, y los jóvenes comprometidos en operaciones económicas de difícil sostenimiento, a las que se dedica casi la mitad de la renta familiar y los mejores años del capital humano. Por otro lado, pongámonos por un instante en el lugar de los "denostados" propietarios de suelo, que comprueban cómo todos los días llaman a su puerta haciéndoles ofertas sucesivas, y piensan para sí que tienen las minas del rey Salomón. Y la verdad es que, con las reformas legislativas, las tienen.

Este frenesí constructivo ha colocado a los gobiernos municipales en situaciones políticas complejas. Por un lado, participan del mercado de plusvalías, bien porque están convencidos de que deben hacerlo o, en la mayoría de los casos, porque lo necesitan para permutar suelo o liberar déficit presupuestarios, cuando al mismo tiempo tienen que defender ostensiblemente la contención de precios. Por otro, mientras plantean el abaratamiento de la vivienda para propiciar el retorno de ese sector de la población emigrado a municipios donde es más asequible, saben que una hipotética bajada general de los precios podría tener consecuencias electorales, porque muchas expectativas económicas se sentirían amenazadas.

¿No seremos capaces de poner entre todos un poco de sentido común en esta situación? De momento, sólo sentido común, pensando que la solución no va a depender únicamente de reformas legislativas o de medidas económicas coyunturales, sino que se impone un planteamiento diferente. Un nuevo rumbo en el que la ciudad no sea considerada sólo como una mercancía, y donde la Administración pública no se conforme con ser mero regulador, sino que asuma el papel de gestor efectivo.

Conviene, sobre todo, reconsiderar las reformas legislativas introducidas por la ley del 98 en la valoración y régimen de la propiedad, ya que, aparte de demostrar su incapacidad para abaratar el precio de la vivienda, impiden desarrollar el planeamiento con criterios sociales, construir mejor las ciudades y adaptarse más al mandato constitucional. De paso, habría que desarrollar fórmulas tendentes a ajustar las diferencias abismales entre valor y precio en el mercado inmobiliario, que no sólo tienden a confundirse, como advertía Machado, sino que en las ciudades españolas son un auténtico disparate.

Por otra parte, y pensando sobre todo en los jóvenes, debe relanzarse, con mentalidad empresarial y ayudas específicas, el mercado de alquiler, tratando de emular a otras sociedades europeas, como por ejemplo Alemania, donde el 60% de la población vive en ese régimen. Como refuerzo de esta política, los planes de rehabilitación que con tanto éxito vienen desarrollándose en gran parte de nuestros centros históricos podrían hacerse extensivos a la importante cantidad de edificios que necesitan mantenimiento.

Tenemos que apearnos de la burra y admitir que el aumento indiscriminado y masivo de la oferta de suelo y viviendas en los municipios que tienen tirón, si no va acompañado de otras medidas, no consigue estabilizar su precio, sino al contrario. Más valdría impulsar una política sostenida de construcción de viviendas con diferentes regímenes de protección, basada, por un lado, en estudios serios de la demanda -por tramos generacionales, por tipos de familia, por ciudades o comunidades- y, por otro, en un acuerdo territorial entre la autonomía, el municipio capital y los del área metropolitana. Asimismo se necesita disponer de fórmulas claras para evitar la especulación con este tipo de viviendas, y plantear la innovación en su organización, porque la sociedad española ha cambiado y esta evolución en los estilos de vida no se ha visto reflejada hasta ahora en el diseño de los espacios de habitación.

Creo, a pesar de las dificultades, que el diálogo entre administraciones es una buena herramienta de trabajo, porque la vivienda y la construcción de la ciudad son temas muy serios e indisociables. Pero para hacerlo, lo primero es no dejar que la polvareda del coche de míster Marshall, el beneficio fácil e inmediato, nos nuble la vista.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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