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Francotiradores

Albertini, Figo, Viqueira, Julio Álvarez y Assunçao han puesto de moda a los francotiradores, esos futbolistas con mira telescópica que suelen cambiar el rumbo de la tarde y el campeonato.

La historia nos ha ofrecido distintas visiones de esta exclusiva estirpe de especialistas. En principio llegaron Puskas, Rivelino, Eder y Koeman, los hijos del cañón Bertha. Compartían un estilo inconfundible: primero daban una larga carrerilla y luego, sin la más mínima concesión plástica, usaban sus municiones de grueso calibre, enormes proyectiles de vuelo rectilíneo que cruzaban el estadio como ba...

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Albertini, Figo, Viqueira, Julio Álvarez y Assunçao han puesto de moda a los francotiradores, esos futbolistas con mira telescópica que suelen cambiar el rumbo de la tarde y el campeonato.

La historia nos ha ofrecido distintas visiones de esta exclusiva estirpe de especialistas. En principio llegaron Puskas, Rivelino, Eder y Koeman, los hijos del cañón Bertha. Compartían un estilo inconfundible: primero daban una larga carrerilla y luego, sin la más mínima concesión plástica, usaban sus municiones de grueso calibre, enormes proyectiles de vuelo rectilíneo que cruzaban el estadio como balas trazadoras. Describían una trayectoria ascendente, alcanzaban la escuadra por el camino más corto y sacudían la red en un sonoro latigazo. Estas piezas de la artillería muscular tenían una figura aplomada: eran atletas de sangre fría, pantorrilla esférica y mirada de búho. Gente oronda y tranquila, pero letal.

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Durante mucho tiempo fueron la única representación del gremio. Entonces se pensaba que el balón era un cuerpo inerte al que sólo se podía transmitir la influencia del toque plano. En eso llegaron los arqueros, unos deportistas de estampa ligera que se perfilaban sin prisa, tomaban un corto impulso, medían escrupulosamente la potencia del tiro y lanzaban la pelota con la esperanza de que repitiese la curva de la flecha incendiaria. Si los cálculos eran acertados, ganaría altura, salvaría la barrera y caería en zona franca por influjo de dos fuerzas consecutivas: la fuerza del golpe y la fuerza de la gravedad.

Cierto día llegó de la jungla brasileña Waldir Pereira, un extraño individuo de pierna corta y cuello largo a quien los nativos apodaban Didí. Encabezaba una manifestación de hechiceros que se hacían pasar por futbolistas. Los había chuecos como Garrincha, filamentosos como Sócrates y algodonosos como Dirceu. Eran tipos llenos de aristas, marcas y coyunturas que, hale, hop, conseguían de la pelota toda clase de efectos aberrantes. Para empezar, el propio Didí inventó la folha seca, un mecanismo de dirección asistida que recreaba el fenómeno de la caída de la hoja: la elevaba suavemente y, acto seguido, salvada la barrera, la hacía bajar por la izquierda o por la derecha hacia el ángulo muerto. Gracias a su inspiración, Pantic bordó unas cuantas parábolas inéditas, Roberto Carlos fulminó a Barthez con aquel diabólico boomerang y así sucesivamente.

Hoy mismo, Marcos Assunçao, el buda de acero, sigue renovando el arsenal y la química del juego. El suyo es un caso de sublimación: deposita la pelota con una medida delicadeza, como quien construye un castillo de naipes, y se concentra hasta que, oh, prodigio, una columna de vapor asciende desde su bruñida cabeza.

Un segundo después, la magia y la geometría se funden en el aire.

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