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Menhires en la isla de Lewis

CUANDO LLEGAMOS a Edimburgo (Escocia) para comenzar nuestras vacaciones, todo parecía que iba a ir mal: nos confundimos de maleta en el aeropuerto; nuestro amigo Antonio perdió el ferry que le llevaba a reunirse con nosotros; no paraba de llover mientras buscábamos la casa-museo de Robert Louis Stevenson para conocerla. Pero después todo cambió. Cuando comenzamos nuestro recorrido por las Highlands, era increíble, paisajes impresionantes; lagos que no tenían fin, incluido el lago Ness (por supuesto, sin monstruo); pequeños pueblos de cuento con sus ruinosos castillos.

Lo que no p...

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CUANDO LLEGAMOS a Edimburgo (Escocia) para comenzar nuestras vacaciones, todo parecía que iba a ir mal: nos confundimos de maleta en el aeropuerto; nuestro amigo Antonio perdió el ferry que le llevaba a reunirse con nosotros; no paraba de llover mientras buscábamos la casa-museo de Robert Louis Stevenson para conocerla. Pero después todo cambió. Cuando comenzamos nuestro recorrido por las Highlands, era increíble, paisajes impresionantes; lagos que no tenían fin, incluido el lago Ness (por supuesto, sin monstruo); pequeños pueblos de cuento con sus ruinosos castillos.

Lo que no podíamos imaginar era lo que nos esperaba al final de nuestro viaje, después de cruzar la impresionante isla de Sky, y una vez llegados a nuestro objetivo, la isla de Lewis, en las Hébridas, al noroeste de Escocia. Aquello era el fin del mundo y además era otro mundo. Se acabaron los paisajes verdes con las grandes montañas y arboledas inmensas. Eso era distinto: las carreteras tan estrechas que cabe un solo coche y cuando viene alguien de frente hay que desviarse a los passing places; las ovejas tumbadas en mitad del camino para evitar la hierba mojada; esas playas de arena tan fina y tan vacías; el autobús que nunca pasa; la gente tan particular de la isla que los domingos se pone sus mejores galas para ir a los oficios religiosos y que no permite ningún tipo de trabajo; es casi imposible encontrar un restaurante abierto en toda la isla; no se puede llenar el depósito de gasolina del coche; no se puede salir ni entrar en la isla; es su día de descanso.

Y de pronto, en uno de los perdidos rincones de la isla, nos encontramos en Calanais rodeados de esas piedras colocadas en ese sorprendente lugar y de esa sorprendente manera hace miles de años, tan extrañas, casi mágicas, con el viento soplando entre ellas, susurrando al oído de los visitantes como si fuese el alma de un antiguo habitante celta que nunca abandonó ese lugar.

La impresión que la isla y su gente habían causado en nosotros se notaba en nuestras miradas al partir de Stornoway, en el ferry que nos llevaba de vuelta a la civilización, terminadas nuestras vacaciones en Escocia.

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