Crítica:TEATRO | '¡OÍD, MORTALES...!'

Reírse de la muerte

A lo que parece, Ángel Pavlovsky debía de necesitar un grandilocuente despliegue de luces y profusión de niebla para presentarse ante su deslumbrado público y clamar terrible contra él: "¡Oíd, mortales...!". O tal vez lo que necesitaba fuera volver a sentirse venerado por su público. Inmortal Pavlovsky. Sentirlo diva sobre el escenario, en directo y atento a lo que dice (o susurra) la platea, afilado, vengativo, divagador, a veces demasiado inteligente en sus aforismos salvajes, es un placer reservado a quienes decidan disfrutar con él (o de él) en el teatro. En pie, traje de noche negro y som...

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A lo que parece, Ángel Pavlovsky debía de necesitar un grandilocuente despliegue de luces y profusión de niebla para presentarse ante su deslumbrado público y clamar terrible contra él: "¡Oíd, mortales...!". O tal vez lo que necesitaba fuera volver a sentirse venerado por su público. Inmortal Pavlovsky. Sentirlo diva sobre el escenario, en directo y atento a lo que dice (o susurra) la platea, afilado, vengativo, divagador, a veces demasiado inteligente en sus aforismos salvajes, es un placer reservado a quienes decidan disfrutar con él (o de él) en el teatro. En pie, traje de noche negro y sombrero a lo reina de Inglaterra, está divina.

En cualquier caso, ¡Oíd, mortales...! no es una simple continuación de su anterior monólogo, Orgullosamente humilde. Es un paso más allá en la reflexión (siempre cómica, pero no por ello menos filosófica) en torno a la vida. Si en Orgullosamente humilde reflexionaba sobre el tema de la pérdida de la belleza y de la juventud, en ¡Oíd, mortales! lo hace sobre la muerte. Una reflexión sarcástica que Pavlovsky aborda en tono tragicómico, pero también nostálgico, con el humor negro de quien ya piensa en apearse de la vida.

¡Oíd, mortales...!

De Ángel Pavlovsky. Teatreneu. Barcelona, 27 de diciembre.

Está claro que Pavlovsky tenía ganas de escenario, porque se demora en él saboreando un tiempo que en ¡Oíd, mortales...! transcurre incluso lentamente. Tal vez alguno de sus espectadores llegue a preguntarse a qué tanta morosidad, cuando lo propio de Pavlovsky es esa agilidad endiablada en el uso y abuso de su lengua viperina. Pavlovsky está en esta ocasión amable, más afectuoso que de costumbre con el público, al que deja tranquilo sentado en su butaca sin apenas incomodarlo. Tal vez se deba a que el espectáculo no está maduro y a que aún no se siente cómodo en su nueva piel, la del ángel exterminador. También está Pavlovsky más argentino que nunca, apelando a la pobreza de su infancia y la crisis de su país.

Lo mejor de Pavlovsky es su capacidad de entretenerse en un petardeo anodino para interrumpir su discurso insustancial con una sentencia sustanciosa.

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