Tribuna:

El método del discurso

Hace tres cuartos de siglo exactamente, en 1927, Julien Benda publicó un libro que habría de ganar éxito y duración en la conciencia de la sociedad francesa. La trahison des clercs poseía una doble ventaja para adquirir lo que cualquier autor desea: convertirse en una piedra de toque, en un jalón que mida la distancia espiritual recorrida por su cultura. Llegaba a un mundo en el que el tema de la obra disponía de una atención de urgencia: el compromiso político de los intelectuales y sus riesgos. Por otra parte, recibía la herencia de un debate y, probablemente, aspiraba a consumarlo....

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Hace tres cuartos de siglo exactamente, en 1927, Julien Benda publicó un libro que habría de ganar éxito y duración en la conciencia de la sociedad francesa. La trahison des clercs poseía una doble ventaja para adquirir lo que cualquier autor desea: convertirse en una piedra de toque, en un jalón que mida la distancia espiritual recorrida por su cultura. Llegaba a un mundo en el que el tema de la obra disponía de una atención de urgencia: el compromiso político de los intelectuales y sus riesgos. Por otra parte, recibía la herencia de un debate y, probablemente, aspiraba a consumarlo.

Desde los últimos años del siglo XIX, el nervioso mundillo parisiense se había visto ajetreado por las acusaciones de quienes, como Bourget o Barrès, señalaban en la labor de los pensadores racionalistas una contaminación de las seguridades elementales que protegían a los jóvenes frente a la incertidumbre. Los "malos maestros", como los llama Michel Winock en Le siècle des intellectuels recogiendo el insulto de la época, no hacían más que proporcionar un desarraigo, un escepticismo desconcertante, una quiebra de la orientación moral, cuyo desenlace podría llegar al suicidio, una epidemia de la modernidad que Durkheim arrebataría a los psicólogos para entregarlo a la sociología.

"El escándalo sobre la función de los intelectuales ha vuelto a vibrar en Francia 75 años más tarde"

El libro de Benda recaudó la tradición de un debate, pero aumentó su caudal con la fijación de los compromisos de los intelectuales después de la Gran Guerra, cuando la realidad no exigía una contemplación atónita de las posibilidades del conocimiento, sino una actuación creativa en la que el intelectual cumpliría funciones similares a las del artista, dotando a la política de configuración, de forma, de representación y, en buena medida, de justificación. La conversión de la política en estética no fue sólo obra de un campo determinado del radicalismo del periodo de entreguerras, sino el carácter mismo del escenario cultural de aquella época. Benda creyó que el intelectual debía alejarse de un compromiso entendido como militancia, en el que las palabras adquirirían el hábito de la consigna mientras los análisis se degradaban en los suburbios ideológicos de los partidos.

El escándalo sobre la función de los intelectuales ha vuelto a vibrar 75 años más tarde, ya no se sabe si en la rive gauche o en la rive droite, pero siempre en los márgenes seniles del gran curso de la capital francesa. Hace muy poco, el país vecino acababa de dejar pasar, silenciosamente, el cincuentenario de la ruptura entre Sartre y Camus. Ese episodio crucial, que puso a prueba el valor de uso y el valor de cambio de los pensadores, difícilmente podía caracterizar una herencia nacional a las pocas semanas de que Jean Marie Le Pen obtuviera seis millones de votos. Tal vez por ello, la conmemoración cayó en un olvido prudente, una de esas cancelaciones que la memoria sugiere al buen gusto o a la sencilla vergüenza ajena.

Sin embargo, el J'accuse de Daniel Lindenberg, Le rappel a l'ordre. Enquête sur les nouveaux réactionnaires, ha vuelto a poner patas arriba un espacio con reserva del derecho de admisión. Ha vuelto a romper los límites tajantes de un lugar común. De nuevo, los intelectuales han sido convocados en un mundo capaz de confundir el final de las ideologías con la defunción de las convicciones.

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La sombra de Julien Benda pidiendo a los pensadores que no se contaminaran, planea sobre París. Lo hace en compañía del espectro de Barrès, exhalando sospechas sobre quienes perpetraban reflexiones frente al consenso sentimental de la comunidad, y al lado de las provocaciones que Sartre y Camus depositaron en las sucias complicidades con los males menores de la historia. Los aludidos tienen la ventaja de haber sacudido los cimientos de algo que iba adquiriendo la podredumbre de un sentido común artificial, fabricado sobre la coincidencia infernal de la corrección política y los efectos letales de las mejores intenciones.

A los pocos meses de la inmensa derrota de la izquierda, tanto de la gubernamental como de la alternativa; a los pocos meses de que el Frente Nacional indicara su residencia en la tierra de los derechos del hombre, Francia vuelve a revelarnos la vivacidad de un debate. Luc Ferry y Alain Renaut invaden el mercado desde hace años señalando los estigmas de las resonancias culturales de 1968. Pierre-André Taguieff se ha dedicado desde comienzos de la década de 1980 a denunciar la escasez teórica del movimiento antirracista, advirtiendo que por ella puede colársenos un racismo de mayor envergadura.

El tribunal ha instalado su recinto en algunas publicaciones como Le Monde o Esprit, mientras los cuadros de una nueva derecha liberal afilan sus argumentos para convertir los hechos de la primavera en las palabras del invierno. Quien carece de carácter necesita un método, dijo Camus en plena disputa con Sartre.

De la mano de algunos autores brillantes, cultos, enfrentados a la desorientación, a la indigencia y a la licencia exclusiva para pensar de una izquierda demasiado acostumbrada a no compartir los derechos de autor, el método del discurso advierte que las ideas no tienen patria, o tienen más de una.

Ferran Gallego es profesor de Historia contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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