Crítica

Entresijos de la elocuencia

Hace unas semanas, en el festival de Venecia, el célebre y mal conocido Jean-Luc Godard dio a conocer un cortometraje de diez minutos sobre un asunto tan dificil de atrapar como el tiempo. Porque eso, el tiempo, es la trama -unas veces narrativa, otras dramática y otras poética- de la segunda entrega del filme colectivo Ten minutes older, en el que intervienen otros conocidísimos colegas del cineasta parisiense, entre ellos Victor Erice, autor de la otra obrita grande de esta serie de pequeñeces. Sorprende primero, desconcierta después y fascina finalmente el exacto golpe entre ojo y oj...

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Hace unas semanas, en el festival de Venecia, el célebre y mal conocido Jean-Luc Godard dio a conocer un cortometraje de diez minutos sobre un asunto tan dificil de atrapar como el tiempo. Porque eso, el tiempo, es la trama -unas veces narrativa, otras dramática y otras poética- de la segunda entrega del filme colectivo Ten minutes older, en el que intervienen otros conocidísimos colegas del cineasta parisiense, entre ellos Victor Erice, autor de la otra obrita grande de esta serie de pequeñeces. Sorprende primero, desconcierta después y fascina finalmente el exacto golpe entre ojo y ojo de este cortometraje, porque en él Godard logra convertir a esa escurridiza sustancia que llamamos, sin saber qué es, tiempo en un flujo de elocuencia fílmica de gran pureza, lleno de altísima precisión visual y conceptual. Un prodigio.

ELOGIO DE AMOR

Director y guionista: Jean-Luc Godard. Intérpretes: Bruno Putzulu, Jean Davy, Audrey Klebaner, Cécile Camp . Género: drama, Suiza, 2002. Duración: 98 minutos.

Tras del estreno de esta miniatura hay quien afirmó en Venecia que veía en estos diez minutos de Godard un giro hondo y grave, ya que no en su estilo -que en esencia sigue siendo lo que siempre fue: un indefinible despliegue de imágenes que paso a paso configuran una, distinta de cualquier otra, forma del conocimiento-, sí en su estrategia narrativa o, más exactamente, antinarrativa. Es decir, un giro en el acostumbrado dispositivo godardiano de destrucción sistemática de cualquier vestigio del cine convencional. Y esto es más cierto si se añade que ese giro estratégico de Godard no nace en esta aludida pequeña obra maestra, sino que viene de un año más atrás, de su largometraje Elogio del amor, que se estrenó en el festival de Cannes de 2001.

En el estreno de este notable largometraje, que presagia la futura condensación de sus hallazgos esenciales en el cortometraje referido, Godard (como de costumbre) durmió o echó por aburrimiento de la sala a buena parte de la concurrencia, pero dejó dentro de ella a gente convencida de estar allí asistiendo al nacimiento de una obra mayor, a un hito futuro del cine moderno. Y año y medio más tarde hay sensación de haber tocado la verdad en esta impresión inicial. Porque después de muchos años de aventurerismo en sus conjugaciones, con frecuencia torponas y arbitrarias, de imágenes; aventurerismo que le llevó a veces a los alrededores de la esclerosis imaginativa y a incurrir en amaneramientos en sus juegos de destrucción de ortodoxias; es decir, después de perder el tiempo en un ejercicio abusivo de cine-contra, Godard vuelve en Elogio del amor a afirmar de nuevo y hacerlo abiertamente, en plenitud creadora. Y este cambio de actitud es la clave de la hermosura del filme, al que hay que aprender a abrir para que deje ver los entresijos de la torrencial elocuencia que maneja.

Inventor de cine

En el arranque de Elogio del amor sitúa Godard al espectador ante un triple cruce de caminos en el que una pareja de jóvenes, otra de adultos y otra de de viejos enuncian a su manera las cuatro fases de toda relación de amor: el encuentro, la pasión, el desencuentro y la separación. Los enunciados de las parejas y sus juegos y consideraciones acerca de esas fases, se cruzan e interfieren en una exacta forma de contrapunto tendida sobre tres acordes, uno visual, otro hablado y otro escrito. Y que nadie busque en estos cruces y juegos de relevos ni un solo indicio de relato, porque no lo hay. Hay música visual, y hay poema y choques de ritmos y de ideas y visiones, pero nada que se parezca ni de lejos a una película al uso.

Y ahí comienza la fuerza de ruptura, la singularidad y el derroche de elocuencia fuera de norma de este Elogio del amor, porque aquí Godard no es, como venía siendo, un destructor, sino de nuevo -tal como era en la zona inicial de su carrera, tal como fue en su genial tacada de Al final de la escapada a Pierrot el loco- un constructor de cine. Y reproduzco, porque tiene la viveza y la inmediatez de las respuestas a bote pronto y a pie de pantalla, la letanía de referencias y sugerencias que el filme despertó en la sensibilidad receptora de este cronista y que fueron anotadas a oscuras durante la primera visión. Está escrito en aquel cuadernillo que si no hay en la pantalla relato, hay otra cosa, algo indefinible que se parece a un collage, sin serlo; que tiene algo de superposición de imágenes, sin serlo; porque, sobre todo desde que irrumpe inesperadamente el color, se entrometen en la construcción del tiempo secuencial avalanchas de músicas, conceptos, ideas y carteles en forma de leit-motiv escrito, y juegos de palabras, ardides de montaje, súbitos estallidos de claridad, inmersiones en la negrura del fundido. Y esto crea la impresión de asistir a una extraña, por no decir imposible, especie de cine recitado, o una partitura interpretada orquestalmente en una pantalla.Y de ahí procede la idea de vigor y conocimiento que despide una pantalla que nos arrastra al interior de entresijos no explorados del lenguaje cinematográfico. Y así Godard recupera sus viejas, a veces perdidas y ahora recuperadas, asombrosas dotes de inventor de cine.

Pero que no haya engaño, porque estas y otras entusiasmadas anotaciones a pie de pantalla fueron escritas por uno de los espectadores que se quedaron clavados, con los ojos abiertos como platos, en la sala donde se estrenó Elogio del amor, mientras la abandonaban un buen puñado de gente adormilada por el aburrimiento.

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