Columna

Bandera

La primera vez que vi en la plaza de Colón de Madrid la extensa bandera de España que ahora enarbola el PP con el pecho tan hinchado sentí un escalofrío. Entonces, uno de estos días se cumplirá el año, yo no sabía que medía 294 metros, ni que esa misma noche iba a estallar en su vertical,en el aparcamiento subterráneo de la explanada del Descubrimiento, un coche bomba de ETA. Ni apenas podía imaginar que esa misma mañana, de camino hacia el parque del Retiro para recoger unas castañas, había pasado con mi familia y unos amigos muy cerca de ese mismo coche cargado de explosivos, poco antes de q...

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La primera vez que vi en la plaza de Colón de Madrid la extensa bandera de España que ahora enarbola el PP con el pecho tan hinchado sentí un escalofrío. Entonces, uno de estos días se cumplirá el año, yo no sabía que medía 294 metros, ni que esa misma noche iba a estallar en su vertical,en el aparcamiento subterráneo de la explanada del Descubrimiento, un coche bomba de ETA. Ni apenas podía imaginar que esa misma mañana, de camino hacia el parque del Retiro para recoger unas castañas, había pasado con mi familia y unos amigos muy cerca de ese mismo coche cargado de explosivos, poco antes de que una grúa municipal lo retirara por estar mal aparcado y lo llevara al depósito de la plaza Colón paseándolo junto a miles de vecinos. Sin embargo, entonces sentí un escalofrío. Y no porque fuera un acomplejado, como ha diagnosticado ahora el presidente del Gobierno, José María Aznar, que son todos los que sienten inquietud ante esa bandera de dimensiones desproporcionadas, quizá despreciando los sentimientos de la media España que, en el mejor de los casos, pudo salir huyendo de ella en 1939 hacia el exilio. Sino porque hace muchos años vi en la base militar de Bétera a un oficial sacar a un soldado raso a puñetazos de una cabina de teléfonos porque estaba hablando con su novia mientras a unos 40 metros de allí se arriaba la bandera con los músculos muy tensos y la testosterona cuajada. Hasta esa tarde yo sólo sentía un fastidio metafísico hacia la bandera de España, pero desde entonces no puedo disociarla del terror. Aquel tipo de los ojos encendidos lo sacó a patadas y empujones y le dijo de qué mal iba a morir, mientras el teléfono quedaba colgado del cable sin llegar a cortarse la comunicación. Desde entonces estoy persuadido de que no hay ninguna bandera en el mundo que justifique el momento de estupor que pasó la novia de aquel soldado al otro lado de la línea. Dicho sea ahora que el alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, y el ministro de Defensa, Federico Trillo, han convenido la horterada de hacerle un homenaje el último miércoles de cada mes.

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