Columna

Juguetes rotos

En medio del largo letargo del franquismo, Manuel Summers llevó a las pantallas una película son sabor a bilis. Se llamaba Juguetes Rotos, el año era 1966, y la censura vio en sus imágenes, como en tantas otras, disculpa para desenfundar la tijera y arrumbar la cinta en un sótano donde no ofendiera los paladares habituados a alimentos más dulces. Habitualmente, las tijeras del censor sirven para amputar esperanzas y despojar de sus alas a los idealistas que vuelan demasiado alto; en esta ocasión, chocaron con las extremidades negras de una criatura absolutamente distinta, una especie de...

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En medio del largo letargo del franquismo, Manuel Summers llevó a las pantallas una película son sabor a bilis. Se llamaba Juguetes Rotos, el año era 1966, y la censura vio en sus imágenes, como en tantas otras, disculpa para desenfundar la tijera y arrumbar la cinta en un sótano donde no ofendiera los paladares habituados a alimentos más dulces. Habitualmente, las tijeras del censor sirven para amputar esperanzas y despojar de sus alas a los idealistas que vuelan demasiado alto; en esta ocasión, chocaron con las extremidades negras de una criatura absolutamente distinta, una especie de adulteración de cuervo, buitre y lechuza que no se elevaba hacia un futuro más benigno, sino que disfrutaba escarbando en las basuras más hediondas del presente. En clave de reportaje, Summers se asomaba a las existencias apagadas de un puñado de asteroides del pasado, bengalas transitorias que después de consumirse habían sido arrojadas sin misericordia a la basura. En las vidas del torero Nicanor Villata, del levantador de pesas Guillermo Gorostiza, del presentador de variedades conocido como el Gran Gilbert, el director sevillano hallaba motivo para reflexionar sobre la crueldad del público, que manipula, maltrata, exprime sus juguetes como un niño irresponsable hasta que no pueden ofrecerle nada más y luego los abandona en el rincón más polvoriento del trastero. Estos fantasmas de Summers, junto con otros más, vivían resignados de la mendicidad pública, recogidos en hospicios o sepultados bajo el magro refugio que podía ofrecer una pila de cartones; sobrellevaban el largo invierno cuidando con mimo sus recuerdos de primavera, cuando eran más jóvenes y valiosos y esas mismas manos que ahora les escupían limosnas aplaudían todavía con júbilo desde los graderíos.

Los televisores se compadecen ahora de que Rosa, esa pobre víctima del triunfo y la Eurovisión, tenga la garganta inflamada y de que se haya visto obligada a anular varios conciertos para tratarse en un hospital de Sevilla. Los medios más descreídos apuntan al margen que aunque la joven había advertido ya a la organización de la gira que sus cuerdas vocales no funcionaban como era debido, había sido presionada para que no defraudara a su público: y es que a los niños les gusta divertirse sin importarles que a veces el juguete pierda una tuerca o se estropee sin remedio. El disco de Rosa ya no encuentra puesto entre los más vendidos, la chica se confiesa exhausta y vencida por toda esta feria de acosos y exageraciones que la tiene por protagonista. Parece que se inicia un lento eclipse, que las aguas van volviendo a un cauce más natural, de donde las sacó salvajemente la ingeniería del márketing y los bombardeos televisivos. Todas las empresas en juego habrán sacado su porción de tarta, de eso no cabe la menor duda, y nada les costará marcharse como llegaron: peor es preguntarse por la persona que se quedará atrás, recordando su segundo de gloria mientras despacha clientes desde el mostrador de una pollería. No sé si será cierto, pero dicen que se trataba de la artista más dotada del grupo: entonces Oscar Wilde tendrá razón una vez más y el público lo perdonará todo salvo el talento.

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