Columna

Venticello de Roma...

La virtualidad no es cosa sólo de los rayos catódicos. Estamos tan mal acostumbrados que sólo creemos que algo es virtual cuando viene a través de las pantallas, aunque sea en directo. Y como tenemos pantallas hasta en la lavadora y, muy pronto, en los cepillos de dientes, vivimos mediatizados. De ahí que resulte más fácil hacerse amigos virtuales que de carne y hueso, por más que sea a costa de expresarse mediante los apócopes y siglas que ha impuesto el móvil. Sí, estamos más familiarizados con la virtualidad que con la vida. Cuando presenciamos un hecho inusual en la calle pedimos inconscie...

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La virtualidad no es cosa sólo de los rayos catódicos. Estamos tan mal acostumbrados que sólo creemos que algo es virtual cuando viene a través de las pantallas, aunque sea en directo. Y como tenemos pantallas hasta en la lavadora y, muy pronto, en los cepillos de dientes, vivimos mediatizados. De ahí que resulte más fácil hacerse amigos virtuales que de carne y hueso, por más que sea a costa de expresarse mediante los apócopes y siglas que ha impuesto el móvil. Sí, estamos más familiarizados con la virtualidad que con la vida. Cuando presenciamos un hecho inusual en la calle pedimos inconscientemente que la moviola lo repita para captarlo mejor. A veces, para saber qué pasa tenemos que esperar a que nos lo digan los medios de comunicación pese a encontrarnos en el lugar de los hechos. Sólo que, como decía, no toda la virtualidad es catódica ni apostódica, pero sí domana: aunque uno no esté en el papel de prensa ustedes creen que está. Pero se equivocan porque, verbigracia, yo estoy en Roma.

Sí, queridos lectores, mientras ustedes se las ven con sus cosas y con estas hojas de papel que se quiere llevar el viento como si fueran de árbol, quien esto escribe estará comprobando si Dartagnan ataca de nuevo, me refiero seguirá cogiendo las monedas de la Fontana de Trevi, que era donde el feroz mosqueperro se había hecho el amo -¿se acuerdan?- hasta que las autoridades se dijeron que para recaudar ya estaban ellas. De igual modo, vigilaré por ustedes que los gladiadores que posan junto al Coliseo llevan el traje homologado que ha impuesto el Ayuntamiento porque, aunque les parezca mentira, también de eso se ocupan los ayuntamientos. Quien desee vestirse de retiario -o cuaternario- e incluso de centurión deberá atenerse a unas normas de indumentaria que no sabemos si dejó estipuladas César pero sí quienes hoy mandan, porque ya estaba bien de burlarse de los turistas de Dakota mostrándose como el peor legionario de las procesiones de Semana Santa. ¿Se imaginan que los pastores de aquí fueran vestidos de masais en los concursos de habilidad con la oveja?

Como les digo, no estoy, pero prefiero que se enteren. Había pensado implantarme un chip para que supieran en todo momento dónde me hallo, pero decírselo de palabra me ha parecido más incruento. ¿O no prefieren saber dónde está su dinero? El que paga tiene derecho a controlar lo que compra. Lo malo es que el dinero también se ha vuelto virtual incluso para el Dartacán de Trevi. Sobre todo para él, que ha de contentarse con ver su reflejo bajo las aguas. Pero no es el único. Pongamos que utilizan ese lugar de la virtualidad por excelencia que es Internet para realizar una compra y, por consiguiente, un pago. Pues bien, no cometan el error de añadir más virtualidad a la estrictamente necesaria, porque si se equivocan en una letra del correo electrónico del receptor, les auguro una pesadilla, y, qué gracia, muy virtual; porque quien gestiona los dineros en la oscuridad de la Red lo primero que hace es coger la pasta, después ya verá si se la endosa a un espejismo. Será usted, despistado lector, quien tenga que demostrar que el receptor equivocado no existe. Pero, ¿cómo?

Sí, sí, dígales que no contesta a los correos, dígales que no obedece a sus requerimientos. ¿Devolverle el dinero? ¿No ve que el trámite está pendiente? Lo raro es que no lo estuviera y de por vida, porque, ¿cómo va hacer nada quien no existe? La virtualidad tiene estas cosas, basta que usted construya, por error, una personalidad ficticia y, lo que es peor, le mande su dinero -el suyo, desprendido lector-, para que la cosa se afiance y el monstruo adquiera su propia carta de naturaleza y su blindaje contra cualquier intento de destruirlo. Por eso me he ido a Roma, a ver si es verdad que todos los caminos conducen allá y, si es cierto, en cuanto encuentre el que me permita remontarme -konekta zaitez- hasta el maldito moroso que creé, sí, porque lo creé yo, sorprendido lector, en cuanto encuentre ese camino allí me voy con Dartañán, los mosqueperros y alguno de aquellos centuriones que estaban de Pilatos hasta los... progresos de la depilación por láser. ¡Que se prepare la virtualidad!

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