Crítica

Súper diva digital

Simone es la gran estrella del momento. El público la adora. Los medios darían la vida por entrevistarla. Se dice que no da problemas en los rodajes. También canta y vende discos por millones. Simone, que parece perfecta, sólo tiene un pequeño fallo humano: no es humana. Su existencia se reduce a un disquete que, a conveniencia de un Al Pacino transmutado aquí en realizador de Hollywood a la baja, puede tener la voz de Audrey, las curvas de Marylin, el carácter de Bette y el talento de Ingrid Bergman. No deja de ser curiosa y premonitoria esta propuesta del neozelandés Andrew Niccol, que, cons...

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Simone es la gran estrella del momento. El público la adora. Los medios darían la vida por entrevistarla. Se dice que no da problemas en los rodajes. También canta y vende discos por millones. Simone, que parece perfecta, sólo tiene un pequeño fallo humano: no es humana. Su existencia se reduce a un disquete que, a conveniencia de un Al Pacino transmutado aquí en realizador de Hollywood a la baja, puede tener la voz de Audrey, las curvas de Marylin, el carácter de Bette y el talento de Ingrid Bergman. No deja de ser curiosa y premonitoria esta propuesta del neozelandés Andrew Niccol, que, consecuente con su línea de investigación (es el director de la muy estimable Gattaca y el guionista de ese heraldo de El gran hermano, que es el El show de Truman) vuelve sobre el tema del los mass-media y el futuro, la tecnología y sus peligros, el fanatismo y sus consecuencias. El problema es que Simone quiere ser metáfora del demonio mediático y, al unísono, gran entretenimiento mediático. Y el choque chirría. Su primera trampa es ocultar el crédito de la top model Rachel Roberts para hacer creer al público que, efectivamente, la protagonista es una diva virtual.

SIMONE

Dirección, guión y producción: Andrew Niccol. Intérpretes: Al Pacino, Catherine Keener, Jay Mohr, Jason Scwartzman. Género: Comedia informática. EE UU, 2002. Duración: 117 minutos.

El fenómeno de Aki, la hiperrealista niña animada de Final Fantasy (Hironobu Sakaguchi, 2001), ya hizo sonar campanas al sugerir la posibilidad de encontrar un sustituto para las estrellas que no cobrara sueldos astronómicos, no usara limosina ni consumiera agua Perrier. Pero Aki estaba insertada en una fantasía zen y hacía su papel. Simone es otra historia. Se nota que Niccol quiere hurgar donde a la industria le duele, pero procura que sus puñetazos no la agredan demasiado. Después de todo, él mismo parece el alter ego del personaje de Al Pacino, y a pesar de un éxito como realizador y otro como guionista, no había conseguido en cinco años poner en pie otra película hasta esta Simone que, por un lado, exuda resentimiento y venganza y, por el otro, tiene todos los elementos para convertirse en un exitazo de taquilla. Al margen de todo ello, es obvio que, por interesada timidez, el director desperdicia la oportunidad de hacer una auténtica sátira a Hollywood. El temeroso Niccol conduce con brío el primer bloque de su filme, pero a medida que avanza empieza a perderse en su propio laberinto y comienzan a surgir soluciones de facilona comedia, hasta rematar en ese final tonto, digno de tebeo. El engaño aquí no es solamente Simone.

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