Columna

Excesos

Dicen que la virtud está en el justo medio, pero lo que nos gusta es la exageración. Nuestra naturaleza es excesiva, y a lo mejor por eso la equidistancia tiene mala prensa y la moderación se considera un síntoma de debilidad.

No nos habíamos repuesto aún del impacto visual (y presupuestario) del chaletón hortera del príncipe de España y nos topamos con la boda del año, la de la niña Aznar. El sueño de una noche de verano de los españolitos emergentes, sustanciado en los muros de la casa del príncipe Felipe (definida con toda precisión por Pedro Ugarte como la versión regia de un hostal...

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Dicen que la virtud está en el justo medio, pero lo que nos gusta es la exageración. Nuestra naturaleza es excesiva, y a lo mejor por eso la equidistancia tiene mala prensa y la moderación se considera un síntoma de debilidad.

No nos habíamos repuesto aún del impacto visual (y presupuestario) del chaletón hortera del príncipe de España y nos topamos con la boda del año, la de la niña Aznar. El sueño de una noche de verano de los españolitos emergentes, sustanciado en los muros de la casa del príncipe Felipe (definida con toda precisión por Pedro Ugarte como la versión regia de un hostal provincial de tres estrellas) se complementa con la boda brutal, desmesurada, hortera varias veces de la hija de Aznar. El chalé y el bodón. Parece que es el sueño de unos cuantos millones de españoles. El solar celtibérico se puebla de limusinas de tercera mano de aspecto delictivo, de chaqués imposibles, de ridículas carpas como de Falcon Crest. Lo de la niña Aznar no es otra cosa, aunque se vista de Loewe y Ralph Lauren.

El esperpento (toda boda tiene algo de esperpento) puesto en escena en El Escorial, con sus mil invitados y todo lo demás, incluido el caballero Berlusconi, no es en el fondo más que la última fase (el desfase) de las bodas menestrales de Artxanda y sus equivalentes. Un exceso tras otro. Cuando hasta los ingleses le retiran el tren particular a su reina, lo de la niña Aznar, que ha pasado de la ortodoncia al tálamo sin escalas, es como el descarrilamiento de la imagen austera de su progenitor.

Otros que se han pasado por exceso han sido los franceses. Una ley de reciente aprobación permitirá que cualquier escolar que insulte a su maestro pueda ser condenado hasta a tres años de cárcel. Una cosa es que los enseñantes acudan a las aulas con escolta (de eso sabemos algo en este país), pero solucionar la indisciplina de los escolares enchironándoles desde la adolescencia hasta la mayoría de edad parece algo excesivo. La letra con sangre entra, decía doña María de Maeztu, 'pero con sangre de maestro', apostillaba.

El refranero, como siempre, refrenda los excesos: más vale que sobre que no que falte, afirma, y mejor es pecar por exceso, recomienda, que por defecto. Lo vemos estas últimas semanas en el mundo político. La ilegalización de Batasuna mediante dos procesos, uno penal y el otro constitucional, con las intervenciones estelares del fiscal general, el Tribunal Supemo y el Séptimo de Caballería si fuera menester, son la muestra palmaria de nuestra inclinación hacia el exceso. Uno lleva la mitad de su vida soportando toda clase de excesos batasunos, sin que nadie haya movido un dedo para evitarlos, y de pronto, en virtud de algún tipo de inspiración divina, todo el mundo compite para ver quién ilegaliza antes, más y mejor a los patriotas vascos descarriados. Todo un poco excesivo, aunque no sorprendente en el país de Arzalluz y de Fraga.

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