Tribuna:

Ajuste de cuentas dentro del capitalismo

¿Por qué buena parte de los miembros clave del Fondo Monetario Internacional cuando se van de la institución ocupan lugares de trabajo muy bien pagados en el mundo financiero? ¿Se les recompensa el haber obedecido fielmente las órdenes del FMI y protegido los intereses de la comunidad financiera, aun cuando las políticas que defendieron trajesen en algunos casos la quiebra, la recesión y la pobreza para muchos países obligados a llevar a cabo esas políticas? Estas maliciosas insinuaciones acostumbran a pasar desapercibidas cuando el que las hace es un izquierdista crítico del capitalismo. Pe...

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¿Por qué buena parte de los miembros clave del Fondo Monetario Internacional cuando se van de la institución ocupan lugares de trabajo muy bien pagados en el mundo financiero? ¿Se les recompensa el haber obedecido fielmente las órdenes del FMI y protegido los intereses de la comunidad financiera, aun cuando las políticas que defendieron trajesen en algunos casos la quiebra, la recesión y la pobreza para muchos países obligados a llevar a cabo esas políticas? Estas maliciosas insinuaciones acostumbran a pasar desapercibidas cuando el que las hace es un izquierdista crítico del capitalismo. Pero las cosas cambian cuando las formula un economista prestigioso, avalado con el Nobel de Economía, y cuando, además, pone nombre y apellidos a los implicados. Eso es lo que ha ocurrido con el libro que acaba de publicar Joseph Stiglitz (El malestar de la globalitzación, Editorial Empúries, Barcelona).

Las reacciones no se han hecho esperar. The Economist y otras voces cercanas a la comunidad financiera y los negocios internacionales han salido en defensa de los acusados y han comenzado a verter dudas más o menos sutiles sobre las cualidades intelectuales del libro, intentando ridiculizar a su autor. En la comunidad académica las opiniones y análisis de Stiglitz también están generando algún malestar que dará lugar a escaramuzas intelectuales. Preveo que el debate será largo y sustancioso. La razón es que el libro de Stiglitz es un demoledor ataque a la forma en que se gobierna la globalización y, en particular, a las políticas de estabilización, liberalización y privatización que el FMI ha impuesto a muchos países de América Latina, Asia, Europa del Este y África. A su juicio, esas políticas han tenido consecuencias devastadoras sobre el crecimiento, el paro, la pobreza y la esperanza de vida de millones de personas. El caso de Rusia es pavoroso. Pero, además de esas consecuencias directas, Stiglitz sostiene que esas políticas nos perjudican a todos en la medida en que acentúan los riesgos de inestabilidad y fomentan la recesión en la economía mundial.

Si el lector acepta este diagnóstico le surgirá de inmediato una pregunta: ¿cómo es posible que una organización que cuenta con un número importante de economistas de primer nivel cometa tantos errores? La respuesta de Stiglitz es contundente. Más que buscar la estabilidad económica global, que es el objetivo para el que fue creado, el FMI persigue un nuevo objetivo no declarado: promover la liberalización de los mercados de capitales y garantizar a los prestamistas internacionales que no perderán su dinero. Son los intereses de las finanzas internacionales y no los intereses generales de la estabilidad y el crecimiento los que orientan las políticas del FMI. Por eso da tanta prioridad a la inflación y al tipo de cambio y tan poca al paro y a la pobreza.

Parece el análisis de un marxista. Pero Stiglitz sabe de lo que habla. Además de académico reputado y premio Nobel de Economía en 2001, fue presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Bill Clinton y, más tarde, vicepresidente del Banco Mundial. En estas dos ocupaciones se las tuvo en muchas ocasiones con los responsables del FMI y del Tesoro de EE UU. De hecho, ambas instituciones intentaron en muchas ocasiones silenciarle. Y tuvieron también mucho que ver en su sonado abandono del Banco Mundial. Por eso el libro tiene un cierto aire de ajuste de cuentas personal.

Pero hay un aspecto de este ajuste de cuentas que va más allá de lo personal y que me interesa resaltar. La situación actual recuerda en muchos sentidos el estado del mundo hace 70 años, cuando la economía se sumergió en la Gran Depresión. Una gran parte de los economistas y la mayoría de los hombres de negocios sostuvieron que los mercados se autorregulan y que lo único que debían hacer los gobiernos era practicar la abstinencia del gasto, especialmente el social, liberalizar los mercados y esperar. Pero la recesión se alargó, y con ella el paro y la miseria para millones de personas. En ese escenario, John M. Keynes sostuvo y demostró que los mercados no se autorregulan, al menos a corto plazo. Al principio fue puesto en ridículo, y acusado de socialista y de criticar al mercado. En realidad era un conservador inteligente. Creía en los mercados, pero consideraba que para funcionar de forma eficiente era necesaria la intervención reguladora de los gobiernos y de los organismos internacionales. Pensaba que si no se ponía remedio a la recesión, las presiones populares serían enormes y el futuro del capitalismo, incierto. El remedio funcionó y el mundo entró en una larga época de estabilidad, empleo y prosperidad.

Como he dicho, hay algo en la situación actual que recuerda esa época. Estamos en una fase de estancamiento, con riesgo de entrar en una recesión prolongada. También ahora una parte de la profesión económica, los organismos internacionales y el mundo de los negocios mantienen una fe de tipo fundamentalista en la economía de mercado. Otros albergan dudas. A mi juicio, Joseph Stiglitz se está erigiendo en el Keynes actual. Cree en los mercados, pero ha demostrado que su funcionamiento eficiente requiere una activa regulación y que son necesarios controles y restricciones a los movimientos de capitales. Considera que la globalización no funciona para millones de habitantes pobres del planeta. De ahí los descontentos que origina. Pero no se deja llevar por la solución fácil de abandonar la globalización. Considera que esto no es viable ni conveniente. La globalización ha aportado y puede seguir aportando grandes beneficios para los países atrasados. El problema no es la globalización, sino cómo se ha gobernado hasta ahora. Sostiene Stiglitz que es esa forma de gobierno global, y no la globalización en sí misma, la que fomenta la recesión, el paro y la pobreza.

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Estamos ante un ajuste de cuentas en toda regla con el enfoque fundamentalista del mercado que ha dominado el diseño de las políticas en las dos últimas décadas. Auguro que tendrá una influencia determinante en el giro de las políticas en los próximos años, buscando un mejor equilibrio entre mercados y gobiernos y una mayor atención a los problemas del paro, la pobreza y la miseria que hoy sufren millones de ciudadanos en todo el mundo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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