Columna

Aquellos chalados en sus locos cacharros

Albergó aventuras industriales decisivas para Cataluña: la Seat (y Enasa / Pegaso, y Motor Ibérica), hasta su traslado a Martorell en 1993. Dio origen a un sonado escándalo inmobiliario a principios de los ochenta, una colosal venta de terrenos inexistentes que traería cola. Fue escenario de batallas sindicales sin cuento en los sesenta y buque-escuela -desde el Consorcio, Mercabarna y los cercanos puerto y Fira- de gestores empresariales desde la empresa pública más tarde. Y claro, desde las multinacionales privadas, alemanas o japonesas.

Pero la Zona Franca barcelonesa, como el corone...

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Albergó aventuras industriales decisivas para Cataluña: la Seat (y Enasa / Pegaso, y Motor Ibérica), hasta su traslado a Martorell en 1993. Dio origen a un sonado escándalo inmobiliario a principios de los ochenta, una colosal venta de terrenos inexistentes que traería cola. Fue escenario de batallas sindicales sin cuento en los sesenta y buque-escuela -desde el Consorcio, Mercabarna y los cercanos puerto y Fira- de gestores empresariales desde la empresa pública más tarde. Y claro, desde las multinacionales privadas, alemanas o japonesas.

Pero la Zona Franca barcelonesa, como el coronel de García Márquez, no tiene quien le escriba. Entre el cementerio de Montjuïc y la desembocadura del Llobregat el inmenso solar sigue inmerso, desde su creación en 1916, en la complejidad jurídica: ni es estrictamente municipal, ni privado, ni estatal. Pero funciona a escote de poder y recursos, por virtud de ese consensualismo (antes pactisme) tan de la tierra.

Un nuevo puente -de papel- se construía, para entrecruzar un país que se autonomizaba
La Zona Franca no tiene quien le escriba: es el único polígono industrial de Occidente sin transporte público
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Funciona, pese a que es seguramente el único polígono industrial de Occidente carente de transporte público que comunique de forma eficaz a sus más de 40.000 obreros, aunque vanamente lo intentara en su día el alcalde olímpico, pues ya se sabe que, en este estrambótico país, media población enclavada en los paisajes de las esencias pesa como cien bajosllobregat.

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Ahí, en ese desierto, muy pronto hará 20 años, se instaló la primera redacción catalana de EL PAÍS. Era el primer diario que se establecía donde la ciudad pierde su nombre -Mundo Diario y Tele/exprés habían hollado el linde, junto al Camp Nou-, al compás industrial según el cual las redacciones acompañaban a las rotativas y éstas no cabían ya, por espacio, coste y ruido, en la cuadrícula del centro.

Contra todo pronóstico tecnológico, político, cultural y mediático, unos empresarios aguerridos y unos ilusionados periodistas apostaron por fabricar un global newspaper para el conjunto de la piel de toro.

Contra todo pronóstico mediático, pues el papel escrito no constituía en España un espacio único, sino un rompecabezas de mercados aislados, en el que alguna prensa local madrileña se arrogaba (el virus pervive) el ampuloso título de prensa nacional, aunque no distribuyera un chavo en Girona ni en Vitoria. Sólo catalanizándose -en el sentido en que Miguel de Unamuno reclamaba a Joan Maragall-, un proyecto cultural, entonces como hoy, podía llegar a ser de todos.

Nació aquello, o sea, esto que el lector tiene entre sus manos, también contra todo pronóstico cultural y político al uso, porque los vientos nacientes de la diferenciación y la especificidad empezaban a solapar los de las solidaridades y las complicidades: como si el cruce de ambas líneas/fuerza fuese de imposible imaginación.

Nació, sobre todo, contra el pertinaz retraso tecnológico. La multiimpresión, que funcionaba con éxito en EE UU y en Japón, como el tren de alta velocidad, era aquí un imposible, sólo intentado anteriormente con denuedo por El Periódico de Catalunya para autoexportarse a Madrid. Es difícil de entender desde la era de Internet, pero así era.

Aquellos chalados encabezados por el infatigable Antonio Franco tuvieron que escribir y transmitir sobre locos cacharros: empezaron con máquinas mecánicas, Olivettis que eran como Underwoods estilizadas: muy pronto llegaron los ordenadores y el sistema Atex. Tardaban las planchas en trasvasar Manzanares y Llobregat hasta 20 minutos, por línea telefónica convencional, en virtud de un delicado aparato, el laserite, hoy pieza de arqueología. Se innovó el catálogo de empleos, al crearse el traedor, anónimo personaje de puente aéreo que hace de correo del zar interno, y que en un par de ocasiones salvó el desastre tecnológico: siempre el diario llegó al quiosco. Y en las redacciones aparecieron los cónsules, con funciones de coordinación.

Un nuevo puente -de papel- se articulaba así, pese a mil obstáculos y algunos tropiezos, para entrecruzar mejor un país que se autonomizaba, recuperando algunos de sus mejores patrimonios, algunas de sus culturas preteridas. La oposición a la armonización centralista loapera; la defensa del idioma catalán, y el gozo de la creación cultural en él plasmada, y del plurilingüismo; la crítica de grandes o pequeños caciquismos; el debate entre distintas voces sobre la financiación del nuevo sistema; la apuesta olímpica, la apreciación de la ciudad civil y los enfoques sobre la Europa a la que el país se reintegraba, circularon, entre otros grandes asuntos, por ese puente.

Fue también escuela: de cuadros para este y otros medios; de periodismo internacional a través de muchas vocaciones de corresponsales; de generalización de los códigos de la prensa de referencia (Estatuto de la Redacción, Defensor del Lector...).

Ahora, 20 años después, cuando ya la tecnología lo permite casi todo en materia de información, aquella Redacción de la Zona Franca (y la gente de Administración, Publicidad, Suscripciones...) se acaba de instalar más cerca del lector, satisfecho o molesto, para estar más cerca de sus alegrías y cuitas (pero siempre conectada con los talleres, que siguen en el polígono). En Consell de Cent -calle que ya llaman la Fleet Street barcelonesa, pues hospeda a la mayoría de periódicos-, aquí en la esquina.

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