Editorial:

Divididos ante Irak

El presidente Bush debe escuchar las voces de cautela que han surgido de las propias filas republicanas y especialmente de antiguos colaboradores de su padre y pensarse muy detenidamente la aventura de una invasión de Irak. El último y más significativo aviso ha venido de James Baker, pues no sólo fue, como secretario de Estado, el arquitecto de la coalición internacional que apoyó a EE UU en la guerra del Golfo en 1991, sino que es un fiel de la familia Bush. Encabezó el equipo de abogados que logró ganar para el candidato republicano el caso de las papeletas de Florida, y, cons...

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El presidente Bush debe escuchar las voces de cautela que han surgido de las propias filas republicanas y especialmente de antiguos colaboradores de su padre y pensarse muy detenidamente la aventura de una invasión de Irak. El último y más significativo aviso ha venido de James Baker, pues no sólo fue, como secretario de Estado, el arquitecto de la coalición internacional que apoyó a EE UU en la guerra del Golfo en 1991, sino que es un fiel de la familia Bush. Encabezó el equipo de abogados que logró ganar para el candidato republicano el caso de las papeletas de Florida, y, consecuentemente, la Casa Blanca.

Baker, Scowcroft, Kissinger y otros han salido a la palestra pública de los diarios o cadenas de televisión para expresar sus críticas ante lo que para Baker y muchos otros sería una 'guerra larga, costosa y sumamente complicada'. El arco de la crítica va desde los que piden que EE UU no ataque Bagdad, sino que agote la vía de las inspecciones de Naciones Unidas para impedir que el régimen iraquí fabrique armas de destrucción masiva, hasta los que como Baker, no niegan la conveniencia de acabar con Sadam Husein, pero que por razones de moralidad, coste en vidas de una invasión que requeriría una invasión masiva, o coste económico, piden a Bush que no ataque en solitario, sin aliados.

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El ala dura de los republicanos no anda callada. Tom DeLay, número tres del partido, aboga por un pronto ataque unilateral, sin cobertura de las Naciones Unidas, y el vicepresidente Cheney consideró ayer que 'la inacción es más peligrosa que la acción'. Está por ver si la irrupción de los asesores del padre y otros en el debate es un mensaje al hijo o un favor pedido por éste para frenar a los halcones en una Administración que está tan dividida como lo está la sociedad estadounidense: según una encuesta de Gallup, el apoyo a un ataque contra Irak ha perdido 21 puntos, aunque es todavía mayoritario (53%). Ahora bien, baja a tan sólo 20%, mientras la oposición crece hasta un 75% si la acción se plantea en solitario, sin apoyo aliado.

En un despropósito político, juristas de la Casa Blanca han aireado su opinión de que el actual presidente Bush no necesita permiso del Congreso para un eventual ataque contra Irak, pues tales poderes le fueron otorgados al jefe del Ejecutivo, a la sazón su padre, en 1991 y serían aún válidos. No basta que la Casa Blanca asegure que se consultarán al Congreso o a los pasmados aliados. Bush cometería un grave error si atacara Irak al margen de la legalidad internacional, de sus aliados, de algunos sectores de su Administración y de la clase política y la opinión pública de su país. Sadam Husein es un tirano, pero no un peligro global como lo fuera Hitler. Bush aún no ha dado argumentos convincentes para justificar unos propósitos bélicos que comportan enormes riesgos en una zona políticamente volcánica.

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