Columna

Multicines

Cuando se pasea por la autopista A-92 en dirección Sevilla-Huelva, a la altura del Aljarafe, puede comprobarse cómo la civilización es una epidemia que gana terreno, que va desbordando el campo por los cuatro costados e imponiéndole la disciplina del hormigón y el acero. Aquí, donde hace escasamente diez años formaban pacíficos olivos, se extienden ahora procesiones de casitas unifamiliares y restaurantes de comida rápida; y también enormes mastodontes de arquitectura galáctica que uno no sabe muy bien si van a estar destinados a alojar universidades, hospitales, prisiones o alguna otra entida...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando se pasea por la autopista A-92 en dirección Sevilla-Huelva, a la altura del Aljarafe, puede comprobarse cómo la civilización es una epidemia que gana terreno, que va desbordando el campo por los cuatro costados e imponiéndole la disciplina del hormigón y el acero. Aquí, donde hace escasamente diez años formaban pacíficos olivos, se extienden ahora procesiones de casitas unifamiliares y restaurantes de comida rápida; y también enormes mastodontes de arquitectura galáctica que uno no sabe muy bien si van a estar destinados a alojar universidades, hospitales, prisiones o alguna otra entidad que requiera en igual medida de masas anónimas y numeradas. Entre esos monstruos de nuevo cuño se distingue uno que parece su cabecilla, un paralelepípedo gris varado a la orilla de la autopista como un bloque desgajado de la torre de Babel. De lejos, conforme el coche va aproximándose hacia él, el edificio resulta una vaga amenaza de cemento y publicidad; sólo al tenerlo al lado pueden leerse con nitidez los carteles y el conductor atemorizado entiende que se trata de un multicines, de la exageración rayana en el disparate de alguien a quien no le basta con una única sala para contemplar los rostros perennes que pueblan las carteleras. Hasta quince películas se emiten simultáneamente en el interior de este monumento megalítico, entre un laberinto de casas de videojuegos, cervecerías, tiendas de golosinas, despachos de hamburguesas, todo diseñado para que el visitante no necesite pisar la calle y someterse a la molesta luz del sol. Estamos ante uno de esas prolijas fábricas de entretenimiento que tanto proliferan últimamente en Andalucía, Europa y el mundo: lo importante es que el sujeto no se aburra, que no le dé tiempo de languidecer dudando dónde se toma la próxima copa o dónde va a ver el siguiente taquillazo cinematográfico. Todo está aquí, bajo estas luces de neón que mantienen el recinto en un mediodía artificial, y fuera del vestíbulo el mundo no es más que un reflejo en un escaparate.

A la misma velocidad que estas criaturas voraces se reproducen al borde de las autopistas, los modestos cines de toda la vida van asfixiándose ante la falta de público y el abandono de las multinacionales. No es sólo nuestra nostalgia lo que agoniza con esos salones mal oreados y la tapicería ajada de las butacas: es también una forma de vida, unas convicciones, un sentido del ocio donde la curiosidad y la imaginación marcaban la ruta a seguir. La noche podía comenzar o concluir en cualquiera de estas capillas apartadas y su olor a sumidero (el Rialto, el Pathé, el Bécquer), para pasar a continuación a los bares de alrededor o comiscar tapas en lugares cuyo sentido de la higiene convertía un champiñón a la plancha en una invitación a la aventura. Ese sentido de apertura, esa espontaneidad, se pierden en los grandes supermercados del entretenimiento que diviso por mi ventanilla al pasar con el coche: y me digo que los jóvenes del futuro deberán de ser fantasmas muy tristes si no conocen la libertad de emborracharse o ver películas donde les apetezca, sin estar atados a las restricciones de estas penitenciarías de hormigón.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En